Al calor de la burbuja crediticia e inmobiliaria las oficinas bancarias se multiplicaban como hongos. En ciudades y pueblos se producía el desembarco de sucursales de las más variadas entidades, grandes, medianas o pequeñas, autóctonas o foráneas, globales o locales. Los jugosos márgenes de un negocio floreciente, sustentado en una demanda y una oferta de crédito liberadas de límites, con una tasa de morosidad inapreciable, daban para mucho, para seguir manteniendo la expansión, abriendo nuevas oficinas y contratando más personal. Era algo que se veía bastante normal, sin que se vislumbraran signos evidentes de riesgos de insostenibilidad. Hasta los textos de los convenios colectivos acogían alegremente los compromisos de creación de empleo. Era una época gloriosa para los oferentes y para los demandantes de servicios financieros. El sistema bancario español exhibía con orgullo su condición de líder en densidad bancaria, medida en número de oficinas por habitante, dentro del continente europeo.
Sin que se hubiese tomado conciencia oportunamente, en realidad, el extraordinario despliegue del sector bancario, no solo en España, también en otros países, tenía lugar sobre una base inestable, sobre un suelo de arenas movedizas ocultas tras un sutil camuflaje. Hasta que su convincente disfraz dejó al descubierto su cruda verdadera fisonomía. Así, tras una fase de estupefacción, de desorientación y de confusión, la sensación de parálisis se adueñó del curso de los acontecimientos. Sin tiempo de bajar el telón, sin conceder una mínima tregua, sin tiempo de llamar a los tramoyistas, el escenario se vio radicalmente alterado. La apariencia de esplendor, de abundancia y de colorido daba paso a un cuadro dantesco, relatado y descrito por una pléyade de cronistas.
Muchas han sido las consecuencias una vez que se produjo el estallido de la burbuja. Algunas, un tanto soterradas en los estados financieros, tardaron un tiempo en hacerse perceptibles; otras, por el contrario, se hicieron visibles desde un primer momento y, con la fuerza de retroceso de un péndulo que había llegado demasiado lejos, activaron el repliegue de redes y plantillas.
El fenómeno de la exclusión financiera, prácticamente inexistente en España, parecía emerger en el horizonte como una amenaza latente. Además, a la inexorable tendencia de ajustar la oferta instalada a los ingresos netos generados en el negocio típico de la intermediación bancaria, completamente mermado, venía a unirse un factor de progreso como es la transformación de la forma de prestación de los servicios financieros y de los medios de pago al amparo de las nuevas tecnologías. Las oficinas presenciales tradicionales eran cada vez menos sostenibles económicamente y menos necesarias tecnológicamente.
Para muchos analistas, su supervivencia, incluso en ausencia del detonante de la crisis, es un misterio. Pero, para misterio, el de la relación de amor y de odio protagonizada por los establecimientos bancarios. Demonizados como culpables en exclusiva de una crisis de consecuencias económicas y sociales terribles, cabría suponer que su retirada fuera una causa de celebración. Lejos de ser así, la clausura de puntos físicos de venta en municipios pequeños o en barrios específicos es objeto de lamentación y de repulsa.
Desafortunadamente, las actuaciones desaforadas de apertura de sucursales fueron decisiones descoordinadas como también lo son las de su cierre, sin que nadie incluya en su función objetivo los efectos de desatención de determinadas zonas geográficas o segmentos poblacionales. Quizás a eso se referían en el fondo los expertos que profesan la cultura de “encontrar nichos de mercado”.
Y, siguiendo con temas luctuosos, no puede decirse que el inesperado entierro de las cajas de ahorros, y con ello el de su centenaria filosofía, hayan sido de gran ayuda en el fortalecimiento de la inclusión en el mundo rural, reto, en cualquier caso, cada vez más complicado a tenor de las tendencias descritas y de la evolución demográfica y empresarial.
Un nuevo concepto ha surgido en el argot financiero, el de los “desiertos bancarios”, definidos en Estados Unidos, según la Reserva Federal, como aquellas áreas poblacionales que distan al menos dieciséis kilómetros de una oficina bancaria. Según pone de relieve The Economist, en su edición de 29 de julio de 2017, la pérdida de oficinas bancarias tiene algunas preocupantes repercusiones menos evidentes: el crédito a las pequeñas nuevas empresas tiende a disminuir un 13% en el área de influencia.
En España, el sector bancario ha disminuido sus niveles de ocupación y sus redes de oficinas en torno a una tercera parte, si bien es cierto que desde los máximos alcanzados al final de la etapa de expansión, aunque sin saber cuánto tiempo podrán resistir en un entorno de tipos de interés ultrarreducidos y con la pujante competencia de potentes canales alternativos.
Los desiertos bancarios existen también en España, aunque, a fin de calibrar adecuadamente la situación, sería preciso ajustar su definición en función del tamaño poblacional que se deba tomar como referencia en una estructura municipal sumamente fragmentada y dispersa. Ahora bien, la desertización bancaria, de extenderse, sería otro elemento más de desertización del territorio, de despoblación y de retroceso del ámbito rural.