4 de agosto de 2017

Las sagradas escrituras de Eduardo Mendoza

Hace ya bastantes años, concretamente en el mes de julio de 2010, en el “bloc” antecesor de este blog glosaba la figura del escritor Eduardo Mendoza con motivo de la lectura de los relatos incluidos en su obra “Tres vidas de santos”. Al releer lo que entonces decía, gracias a la recopilación casera de “Hipérbaton", dado que no quedan rastros de aquella etapa en la descomunal y caprichosa colosal tela de araña, me da la sensación de encontrarme en un bucle del tiempo, pero este no ha dejado de avanzar. O así lo creemos.

Pero al transitar por las páginas de “Las barbas del profeta” (Fondo de Cultura Económica, Universidad de Alcalá, 2017), publicación reciente del escritor barcelonés, adonde en realidad me he sentido transportado se remonta bastantes más años atrás, cuando solo era un niño, que, como tantos otros, entre el asombro y el miedo, la estupefacción y la desolación, la incomprensión y el desánimo, el anhelo y la impotencia, el lamento y la consternación, la incredulidad y el dogma, se acercaba a las versiones simplificadas de los textos bíblicos preparadas para el adoctrinamiento escolar.

Me cuesta trabajo encontrar otros ejemplos de la época colegial donde pueda hallarse una relación de tanta magnitud, tan poderosa, entre los recursos utilizados y la repercusión obtenida. Hoy me causa verdadera admiración evocar cómo a través de unas imágenes tan prosaicas, de unos relatos tan sorprendentes y de unos mensajes tan simples pudiera lograrse semejante impacto en la mente y el comportamiento de los escolares. Aquello era la eficacia comunicativa en grado superlativo.
 
Y qué fácil era entender todo, o casi todo, a pesar del misterio encerrado en algunos capítulos. Aunque algunos profesores se empeñaban en complicarnos la vida con la advertencia de que no siempre las palabras respondían a su tenor literal, apelando a una obtusa simbología, no nos requería mucho esfuerzo saber cómo se había creado el mundo. En cambio, es un padecimiento tratar de discernir las tupidas explicaciones cosmogónicas de algunas de las obras recientes de físicos prominentes pretendidamente divulgativas. Quizás por ese motivo haya guías y guías de las guías.
 
Puede que, con el paso de los años, la asignatura de Religión se convirtiera en una maría, pero su influencia y su huella fueron de primer orden. El estudio de la Historia Sagrada, en un período que no destacaba por sus estímulos visuales, ayudaba a despertar la imaginación, invitaba a la iniciación narrativa y, sobre todo, a atormentarnos con preguntas sin respuesta: ¿Cómo serían nuestras vidas si Eva no hubiese mordido la manzana? ¿Y si Caín no hubiese puesto fin a la vida de su hermano? ¿Habrá garantía de recompensa divina si siempre somos tan obedientes a la autoridad divina como Abraham, incluso ante situaciones extremas? ¿Cómo se las pudo apañar Noé para albergar a representantes de todas las especies animales en su providencial arca? ¿Podríamos algún día llegar a emular a David? ¿Qué es lo que realmente ocurría en Sodoma y Gomorra que parecía tan misterioso? ¿Por qué los babilonios tuvieron que ser tan vanidosos para haber provocado las barreras lingüísticas que hoy nos separan?...

Sabíamos el desenlace de cada episodio, la inmutabilidad de un destino inexorable, pero quién no se sentía cautivado por esas historias que parecían cobrar vida una y otra vez, quién podía permanecer impávido ante su torrente narrativo, quién podía dejar de experimentar emoción, quién era capaz de interrumpir la lectura sin conocer el desenlace de cada drama, y así, una y otra vez, como si los relatos se regeneraran sin agotarse nunca para volver a atraer en una suerte de tramas renacidas. Aquellos eficaces fabuladores, con siglos de antelación, habían sentado las bases del realismo mágico, de un realismo mágico hiperbólico y subyugante.

La influencia de aquellas soberbias narraciones, dentro de los currículos escolares de un régimen con connotaciones pías, fue extraordinaria para los miembros de algunas generaciones que se formaron en unos aspectos y se deformaron en otros a lo largo de la prolongada etapa predemocrática. Para beneficio ex post de los lectores, el escritor Eduardo Mendoza fue uno de aquellos sufridos sujetos pasivos, aunque, como él mismo confiesa, también beneficiario directo. A través de “Las barbas del profeta” viene a reavivar nuestra memoria y a hacernos revivir historias que no nos han abandonado desde nuestra niñez. Y lo hace con su estilo habitual, en su variante de prosa elegante aderezada de fina ironía, de sarcasmo contenido, de divertimento comedido, sin llegar a las exageraciones, en ciertos casos verdaderamente prescindibles, a las que es proclive en algunas de sus creaciones literarias. Quizás en este caso cabe pensar que era ciertamente difícil poner más alto el listón.
 
Leer la escueta obra de Eduardo Mendoza dedicada a las Sagradas Escrituras es un deleite en varios sentidos. En primer lugar, por la oportunidad de disfrutar de su maestría relatora, lo que me lleva a reafirmarme en la valoración que de él hacía en el mencionado artículo de opinión hace siete años. En segundo lugar, por redescubrir la riqueza de una colección de pasajes reconvertidos en sabrosas píldoras comentadas por el autor de “La verdad sobre el caso Savolta”. Y, en tercer lugar, y de manera especial, por ser capaz de embarcarnos en un viaje al pasado en el que descubrimos claves y matices que antaño pudieron haber pasado desapercibidos. De la mano de Mendoza, en verdad merece la pena sacar el billete para emprenderlo.

Hace años que el galardonado con el Premio Cervantes en 2016 es un escritor consagrado. En una carrera atípica, en puridad casi lo es desde la aparición de su primera novela en 1975, que, en justicia, debe agradecer a los censores contar con un título mucho más atractivo y estimulante que el originario. Y se cuentan por decenas de millares los fieles de su congregación, que, normalmente con razón, adoran sus dosificadas producciones literarias, casi elevándolas a la categoría de sagradas escrituras. Aun así, “Las barbas del profeta”, al igual que la edición de la Biblia para niños, uno de los libros más entretenidos que recuerdo, y que aprovechaba para husmear durante algunas estancias vacacionales en un entorno más versado en la materia que el mío propio, puede ser objeto de una sentida crítica, la de su exacerbada concisión. Aunque, bien pensado, quizás esta sea solo una estratagema para el proselitismo.

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