Hace ya
bastantes años, concretamente en el mes de julio de 2010, en el “bloc”
antecesor de este blog glosaba la figura del escritor Eduardo Mendoza con
motivo de la lectura de los relatos incluidos en su obra “Tres vidas de
santos”. Al releer lo que entonces decía, gracias a la recopilación casera de
“Hipérbaton", dado que no quedan rastros de aquella etapa en la descomunal
y caprichosa colosal tela de araña, me da la sensación de encontrarme en un
bucle del tiempo, pero este no ha dejado de avanzar. O así lo creemos.
Pero al transitar por las páginas de “Las barbas del profeta” (Fondo de Cultura Económica, Universidad de Alcalá, 2017), publicación reciente del escritor barcelonés, adonde en realidad me he sentido transportado se remonta bastantes más años atrás, cuando solo era un niño, que, como tantos otros, entre el asombro y el miedo, la estupefacción y la desolación, la incomprensión y el desánimo, el anhelo y la impotencia, el lamento y la consternación, la incredulidad y el dogma, se acercaba a las versiones simplificadas de los textos bíblicos preparadas para el adoctrinamiento escolar.
Me cuesta trabajo encontrar otros ejemplos de la época colegial donde pueda hallarse una relación de tanta magnitud, tan poderosa, entre los recursos utilizados y la repercusión obtenida. Hoy me causa verdadera admiración evocar cómo a través de unas imágenes tan prosaicas, de unos relatos tan sorprendentes y de unos mensajes tan simples pudiera lograrse semejante impacto en la mente y el comportamiento de los escolares. Aquello era la eficacia comunicativa en grado superlativo.
Y qué fácil era
entender todo, o casi todo, a pesar del misterio encerrado en algunos capítulos.
Aunque algunos profesores se empeñaban en complicarnos la vida con la
advertencia de que no siempre las palabras respondían a su tenor literal,
apelando a una obtusa simbología, no nos requería mucho esfuerzo saber cómo se
había creado el mundo. En cambio, es un padecimiento tratar de discernir las
tupidas explicaciones cosmogónicas de algunas de las obras recientes de físicos
prominentes pretendidamente divulgativas. Quizás por ese motivo haya guías y
guías de las guías.
Puede que, con
el paso de los años, la asignatura de Religión se convirtiera en una maría,
pero su influencia y su huella fueron de primer orden. El estudio de la
Historia Sagrada, en un período que no destacaba por sus estímulos visuales,
ayudaba a despertar la imaginación, invitaba a la iniciación narrativa y, sobre
todo, a atormentarnos con preguntas sin respuesta: ¿Cómo serían nuestras vidas
si Eva no hubiese mordido la manzana? ¿Y si Caín no hubiese puesto fin a la
vida de su hermano? ¿Habrá garantía de recompensa divina si siempre somos tan
obedientes a la autoridad divina como Abraham, incluso ante situaciones
extremas? ¿Cómo se las pudo apañar Noé para albergar a representantes de todas
las especies animales en su providencial arca? ¿Podríamos algún día llegar a
emular a David? ¿Qué es lo que realmente ocurría en Sodoma y Gomorra que
parecía tan misterioso? ¿Por qué los babilonios tuvieron que ser tan vanidosos
para haber provocado las barreras lingüísticas que hoy nos separan?...
Sabíamos el
desenlace de cada episodio, la inmutabilidad de un destino inexorable, pero
quién no se sentía cautivado por esas historias que parecían cobrar vida una y
otra vez, quién podía permanecer impávido ante su torrente narrativo, quién
podía dejar de experimentar emoción, quién era capaz de interrumpir la lectura
sin conocer el desenlace de cada drama, y así, una y otra vez, como si los
relatos se regeneraran sin agotarse nunca para volver a atraer en una suerte
de tramas renacidas. Aquellos eficaces fabuladores, con siglos de antelación, habían
sentado las bases del realismo mágico, de un realismo mágico hiperbólico y subyugante.
La influencia de
aquellas soberbias narraciones, dentro de los currículos escolares de un régimen
con connotaciones pías, fue extraordinaria para los miembros de algunas
generaciones que se formaron en unos aspectos y se deformaron en otros a lo
largo de la prolongada etapa predemocrática. Para beneficio ex post de los
lectores, el escritor Eduardo Mendoza fue uno de aquellos sufridos sujetos
pasivos, aunque, como él mismo confiesa, también beneficiario directo. A través
de “Las barbas del profeta” viene a reavivar nuestra memoria y a hacernos
revivir historias que no nos han abandonado desde nuestra niñez. Y lo hace con su
estilo habitual, en su variante de prosa elegante aderezada de fina ironía, de sarcasmo
contenido, de divertimento comedido, sin llegar a las exageraciones, en ciertos
casos verdaderamente prescindibles, a las que es proclive en algunas de sus
creaciones literarias. Quizás en este caso cabe pensar que era ciertamente
difícil poner más alto el listón.
Leer la escueta
obra de Eduardo Mendoza dedicada a las Sagradas Escrituras es un deleite en varios
sentidos. En primer lugar, por la oportunidad de disfrutar de su maestría relatora,
lo que me lleva a reafirmarme en la valoración que de él hacía en el mencionado
artículo de opinión hace siete años. En segundo lugar, por redescubrir la
riqueza de una colección de pasajes reconvertidos en sabrosas píldoras comentadas
por el autor de “La verdad sobre el caso Savolta”. Y, en tercer lugar, y de
manera especial, por ser capaz de embarcarnos en un viaje al pasado en el que
descubrimos claves y matices que antaño pudieron haber pasado desapercibidos.
De la mano de Mendoza, en verdad merece la pena sacar el billete para
emprenderlo.
Hace años que el
galardonado con el Premio Cervantes en 2016 es un escritor consagrado. En una
carrera atípica, en puridad casi lo es desde la aparición de su primera novela
en 1975, que, en justicia, debe agradecer a los censores contar con un título
mucho más atractivo y estimulante que el originario. Y se cuentan por decenas
de millares los fieles de su congregación, que, normalmente con razón, adoran
sus dosificadas producciones literarias, casi elevándolas a la categoría de
sagradas escrituras. Aun así, “Las barbas del profeta”, al igual que la edición
de la Biblia para niños, uno de los libros más entretenidos que recuerdo, y que
aprovechaba para husmear durante algunas estancias vacacionales en un entorno
más versado en la materia que el mío propio, puede ser objeto de una sentida
crítica, la de su exacerbada concisión. Aunque, bien pensado, quizás esta sea
solo una estratagema para el proselitismo.