Desde
hace varios años, he tenido la oportunidad de formar parte del jurado de las
Olimpiadas Financieras organizadas, en el marco del proyecto de educación
financiera Edufinet (www.edufinet.com), como complemento de las Jornadas de
Educación Financiera para Jóvenes, más concretamente, alumnos de enseñanza
secundaria.
Haber
tenido igualmente la posibilidad de impartir algunas de las sesiones
correspondientes a tales Jornadas ha sido una experiencia sumamente
gratificante y, en ocasiones, ciertamente sorprendente, a tenor de la inquietud
y el interés por el conocimiento financiero mostrados por determinados
colectivos de estudiantes. Habiendo vivido experiencias de este tenor, en mucha
menor medida de lo que me hubiese gustado, no me resulta extraño que otras
personas se muestren entusiasmadas y soliciten voluntariamente ser incluidas,
de manera totalmente altruista, dentro del equipo de ponentes que, cada año,
hace su ronda por centros de enseñanza secundaria de una geografía cada vez más
ampliada.
Por su
parte, la pertenencia al jurado de las referidas Olimpiadas Financieras, que
han tenido un formato diferente en el curso de sus diferentes ediciones,
permite el privilegio de evaluar los trabajos que acceden a la fase final del
certamen anual y de presenciar su defensa in situ. Como contrapartida, la otra
cara de la moneda lleva a tener que adoptar la decisión, siempre ingrata, de
optar entre los distintos contendientes, dejando a una parte de los equipos
concursantes fuera de las posiciones de honor.
El
jurado de las Olimpiadas está integrado por personas con un perfil profesional heterogéneo,
pero con el denominador común de valorar la importancia de la cultura financiera
entre los jóvenes. Otro es el reconocimiento del esfuerzo, constatable año tras
año, realizado por los participantes, así como de su facilidad y desenvoltura
para llevar a cabo una presentación pública.
Hasta
ahí las coincidencias; mucho más difícil es, sin embargo, alcanzar la
unanimidad en cuanto a la jerarquización de los trabajos presentados, que son
objeto de una selección previa por parte de una comisión técnica. Así, en el
proceso de formación de la voluntad del jurado es frecuente que los puntos de
vista de sus miembros queden polarizados en torno a dos posiciones: por una
parte, la de quienes valoran ante todo los aspectos formales de la puesta en
escena, la originalidad, el diseño, el formato, la viveza interpretativa; de
otra, la de quienes ponderan esencialmente la calidad, la precisión y el rigor
de los contenidos, la eficacia didáctica.
Se
trata, en fin, de una simple manifestación de la dialéctica que, de manera más
general, se suscita en el ámbito de la enseñanza, de las conferencias y, más
ampliamente, de las presentaciones públicas de información de cualquier
naturaleza.
Hace
años, ya me pronuncié al respecto (“El irresistible encanto de profesor Zorro”,
La Opinión de Málaga, 6 de octubre de 2010). Aquí me limitaré a tratar de
inducir algunas reflexiones ante la tesitura planteada, a través de una serie
de preguntas:
- ¿Qué es más importante, lo que se enseña, lo que se transmite, o la forma en la que se enseña, en la que se transmite?
- ¿Puede disociarse la evaluación de un docente, de un conferenciante o de un ponente, de los contenidos y del nivel profesional de lo que se transmite?
- ¿Puede lograrse una valoración adecuada de los intervinientes sin tener constancia objetiva de la asimilación efectiva y del grado de aprovechamiento de los contenidos expuestos?
- ¿Es significativo el nivel de satisfacción de los receptores de actividades docentes sin disponer de un elemento de contraste con una referencia de mercado válida?
En este
contexto, casi inevitablemente se suscitan otras consideraciones
complementarias acerca de pautas hegemónicas:
- ¿Por qué se ha impuesto la obligación casi ineludible de acompañar una alocución o una intervención pública, en cualquier foro, de una presentación basada en el programa “PowerPoint”?
- ¿Por qué, cuando se requiere un informe sobre alguna cuestión, se huye, cada vez más, de la preparación de un texto consistente en una redacción explicativa y sistemática, en favor de otros formatos estandarizados y escasamente literarios?
Son,
desde luego, numerosos los aspectos que pueden plantearse, ya sea generales o
específicos en relación con la cuestión apuntada. Retornando al escenario
descrito, y bajo el supuesto de que los atributos no sean coincidentes, ante
una disyuntiva entre dos opciones, ¿a qué equipo deberíamos proclamar vencedor:
al más brillante en la puesta en escena, aunque con unos contenidos mejorables
en cuanto al fondo, o al más gris pero con mayores fundamentos analíticos?
Ahora
bien, no es descartable que un mirlo blanco, capaz de aunar los dos atributos
reseñados, venga a despejarnos las dudas y a facilitarnos la elección. Pero ni
aun así nos veríamos eximidos de la, no pocas veces, onerosa carga de la
elección.