Encontré el
libro casualmente en la sección de ensayos de la librería, entremezclado con
otros títulos editados al hilo de conmemoraciones más o menos relevantes o de manifestaciones
diversas de la compleja situación política, económica y social que se vive en
todo el mundo. El libro estaba en esa sección a pesar de ser una novela policiaca,
aunque quizás su presencia allí no se debiera a un mero error clasificatorio sino
a una decisión de marketing relacional. Pero, en el fondo, tal vez la decisión locativa
era la correcta. Aunque el objeto de la novela es la investigación de la muerte
de una adolescente en el Berlín oriental de mediados de los años 70 del pasado
siglo, el marco en el que se desenvuelve el trabajo investigador -definitorio
de un régimen- llega a ser dominante sobre el caso concreto, que simplemente la
convierten en una más de la interminable serie de publicaciones recientes en el
campo de la novela negra.
La trama se
sitúa tres lustros antes de la caída del Muro de Berlín; hoy, casi 30 años
después de ese crucial evento, las obras literarias o cinematográficas sobre la
vida en la desaparecida RDA (República Democrática Alemana, ¿o, tal vez, si
hacemos caso al autor de la novela, “República Distópica Alemana”?) despiertan
un interés creciente: “La vida de los otros” o “El puente de los espías” marcan
cotas difíciles de superar.
Pero es una pena
no haber conocido hace más tiempo los verdaderos detalles de la vida cotidiana
en aquel país relativamente pequeño, exponente de primera línea del “paraíso
socialista” y del triunfo del “hombre nuevo”. En cualquier caso, incluso ahora,
las crónicas de aquella época siguen teniendo utilidad aunque sea como
ejercicio retrospectivo; también, como recordatorio del vuelco, aparentemente
improbable, que pueden dar algunas situaciones.
Hace muchos años
-siendo todavía un joven en la primera de las edades diferenciadas en la mítica
frase de Willy Brandt-, en mis diálogos con un veterano militante comunista,
tan honrado como convencido de sus ideales, le lanzaba toda una serie de
preguntas típicas: ¿Cómo podía ocurrir que, en una sociedad que, aparentemente,
había superado los problemas que lastraban al sistema capitalista, se hubiese
erigido un muro de esas características? ¿Por qué los flujos de emigrantes eran
unidireccionales, de Este a Oeste? ¿Por qué no había colas de personas,
intelectuales y proletarios, que quisieran cruzar el Muro para afincarse en la
RDA y contribuir al desarrollo del proyecto socialista? Aquel comunista, que,
paradójicamente, había sido emigrante en la República Federal de Alemania,
cuando su país de nacimiento, España, no le había brindado oportunidades de
sustento, y luego en Francia, se encendía y se reafirmaba en la calificación de
“Muro de la vergüenza”, pero de la vergüenza del deterioro capitalista
occidental; esa barrera, aseguraba, era una necesidad para preservar la
construcción y los logros del Estado socialista.
De esa visión
deformada de una realidad bastante diferente, de la que ni siquiera sus mayores
críticos llegaban a ser plenamente conscientes, participan algunos de los personajes
de la novela de David Young “Hijos de la Stasi”. No obstante, incluso a los más
firmes defensores del régimen llega a causar asombro que la adolescente
fallecida que da origen a la trama sucumbiera en su intento aparente de acceder
a Berlín oriental desde su parte occidental.
A partir de ahí
la novela discurre en dos planos, el de la investigación policial, encomendada
a una mujer policía (del Pueblo), ayudada por un asistente con el que mantiene
algunos vínculos extraprofesionales y teledirigida por un responsable del
omnipresente cuerpo para la seguridad del Estado, más conocido como Stasi; el
otro, el de la experiencia de varios jóvenes en un reformatorio del que tratan
de escapar.
Los relatos
paralelos transcurren perezosamente, alternándose, con un perfil bastante plano
hasta que, poco a poco, se va incrementando el ritmo en cada uno de ellos. El
libro está escrito con un lenguaje sencillo, con escasas muestras de
barroquismo y sin recurrir a grandes exageraciones; sin apenas provocar efectos
impactantes. El autor se desenvuelve de manera aceptable en la narración de los
acontecimientos, mas se echa en falta una contextualización en la realidad
social. Se tiene la sensación de que asistimos a una representación teatral en
un escenario dotado de escasos medios. Hay una especie de vacío que marca el discurrir
de la historia, un halo de incompletitud. Pese a ello, en contraposición, sí se
perciben más claramente los atributos del control que fue el eje de aquella
República a lo largo de los cuarenta años de su existencia.
Califica el
autor de distopía la construcción social de la RDA, pero aquello no era una
representación ficticia de una sociedad futura, sino un experimento real en
toda regla que transmitía una imagen maquillada hacia el exterior. La RDA dejó
de existir el 3 de octubre de 1990, cuando su territorio se integró en la República
Federal de Alemania.
Cayó el Muro de
Berlín y el mundo empezó a conocer el auténtico rostro del socialismo real allí
donde supuestamente había alcanzado las mayores cotas de perfección. Se
derrumbó el Muro y algunos analistas vaticinaron el fin de la Historia, pero
fue solo un espejismo. La libertad, muchos años después, sigue contando con
enemigos sumamente poderosos. Y no sabemos con certeza si narraciones como la
de David Young pueden en el fondo tener algún rasgo de distopía.