8 de agosto de 2017

Novela negra, distopía y realidad

Encontré el libro casualmente en la sección de ensayos de la librería, entremezclado con otros títulos editados al hilo de conmemoraciones más o menos relevantes o de manifestaciones diversas de la compleja situación política, económica y social que se vive en todo el mundo. El libro estaba en esa sección a pesar de ser una novela policiaca, aunque quizás su presencia allí no se debiera a un mero error clasificatorio sino a una decisión de marketing relacional. Pero, en el fondo, tal vez la decisión locativa era la correcta. Aunque el objeto de la novela es la investigación de la muerte de una adolescente en el Berlín oriental de mediados de los años 70 del pasado siglo, el marco en el que se desenvuelve el trabajo investigador -definitorio de un régimen- llega a ser dominante sobre el caso concreto, que simplemente la convierten en una más de la interminable serie de publicaciones recientes en el campo de la novela negra.
La trama se sitúa tres lustros antes de la caída del Muro de Berlín; hoy, casi 30 años después de ese crucial evento, las obras literarias o cinematográficas sobre la vida en la desaparecida RDA (República Democrática Alemana, ¿o, tal vez, si hacemos caso al autor de la novela, “República Distópica Alemana”?) despiertan un interés creciente: “La vida de los otros” o “El puente de los espías” marcan cotas difíciles de superar.
Pero es una pena no haber conocido hace más tiempo los verdaderos detalles de la vida cotidiana en aquel país relativamente pequeño, exponente de primera línea del “paraíso socialista” y del triunfo del “hombre nuevo”. En cualquier caso, incluso ahora, las crónicas de aquella época siguen teniendo utilidad aunque sea como ejercicio retrospectivo; también, como recordatorio del vuelco, aparentemente improbable, que pueden dar algunas situaciones.
Hace muchos años -siendo todavía un joven en la primera de las edades diferenciadas en la mítica frase de Willy Brandt-, en mis diálogos con un veterano militante comunista, tan honrado como convencido de sus ideales, le lanzaba toda una serie de preguntas típicas: ¿Cómo podía ocurrir que, en una sociedad que, aparentemente, había superado los problemas que lastraban al sistema capitalista, se hubiese erigido un muro de esas características? ¿Por qué los flujos de emigrantes eran unidireccionales, de Este a Oeste? ¿Por qué no había colas de personas, intelectuales y proletarios, que quisieran cruzar el Muro para afincarse en la RDA y contribuir al desarrollo del proyecto socialista? Aquel comunista, que, paradójicamente, había sido emigrante en la República Federal de Alemania, cuando su país de nacimiento, España, no le había brindado oportunidades de sustento, y luego en Francia, se encendía y se reafirmaba en la calificación de “Muro de la vergüenza”, pero de la vergüenza del deterioro capitalista occidental; esa barrera, aseguraba, era una necesidad para preservar la construcción y los logros del Estado socialista.

De esa visión deformada de una realidad bastante diferente, de la que ni siquiera sus mayores críticos llegaban a ser plenamente conscientes, participan algunos de los personajes de la novela de David Young “Hijos de la Stasi”. No obstante, incluso a los más firmes defensores del régimen llega a causar asombro que la adolescente fallecida que da origen a la trama sucumbiera en su intento aparente de acceder a Berlín oriental desde su parte occidental. 

A partir de ahí la novela discurre en dos planos, el de la investigación policial, encomendada a una mujer policía (del Pueblo), ayudada por un asistente con el que mantiene algunos vínculos extraprofesionales y teledirigida por un responsable del omnipresente cuerpo para la seguridad del Estado, más conocido como Stasi; el otro, el de la experiencia de varios jóvenes en un reformatorio del que tratan de escapar.

Los relatos paralelos transcurren perezosamente, alternándose, con un perfil bastante plano hasta que, poco a poco, se va incrementando el ritmo en cada uno de ellos. El libro está escrito con un lenguaje sencillo, con escasas muestras de barroquismo y sin recurrir a grandes exageraciones; sin apenas provocar efectos impactantes. El autor se desenvuelve de manera aceptable en la narración de los acontecimientos, mas se echa en falta una contextualización en la realidad social. Se tiene la sensación de que asistimos a una representación teatral en un escenario dotado de escasos medios. Hay una especie de vacío que marca el discurrir de la historia, un halo de incompletitud. Pese a ello, en contraposición, sí se perciben más claramente los atributos del control que fue el eje de aquella República a lo largo de los cuarenta años de su existencia.

Califica el autor de distopía la construcción social de la RDA, pero aquello no era una representación ficticia de una sociedad futura, sino un experimento real en toda regla que transmitía una imagen maquillada hacia el exterior. La RDA dejó de existir el 3 de octubre de 1990, cuando su territorio se integró en la República Federal de Alemania.

Cayó el Muro de Berlín y el mundo empezó a conocer el auténtico rostro del socialismo real allí donde supuestamente había alcanzado las mayores cotas de perfección. Se derrumbó el Muro y algunos analistas vaticinaron el fin de la Historia, pero fue solo un espejismo. La libertad, muchos años después, sigue contando con enemigos sumamente poderosos. Y no sabemos con certeza si narraciones como la de David Young pueden en el fondo tener algún rasgo de distopía.

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