17 de agosto de 2017

Luces en la neblina del ayer, cincuenta años después

Aquella era una época bastante gris y anodina. La realidad parecía atrapada en una fotografía en tono sepia, sin tener conciencia de hacia dónde nos dirigíamos y, aún menos, de hacia dónde nos podíamos dirigir. Los días transcurrían lánguidamente. Eran muy pocos los alicientes de un barrio desdibujado, del que el campo de fútbol de La Rosaleda era el principal icono. Los recuerdos acuden en tropel para recuperar los perfiles de aquella Málaga de mediados de los años sesenta del siglo pasado. Pero ha transcurrido mucho tiempo y solo quedan fragmentos en la memoria fatigada.

Era una época plagada de temores y de jerarquías. De estas las había en abundancia en aquellas calles que dan inicio a la barriada bautizada como Ciudad Jardín, de trazo rectilíneo y prolongado, paralelo al cauce del río Guadalmedina, que, por aquel entonces, antes de que se construyera la pasarela de La Rosaleda, había que vadear, en aquella zona, para acceder al estadio de Martiricos. Allí ejercían su condominio, entre otros moradores, el sargento de aviación, el practicante, la mujer del cartero, el policía, el mutilado de guerra, el locutor de radio y, por supuesto, María la del carrillo, la primera y abnegada empresaria que conocí. 
  
En ese hábitat ajeno al progreso y al bienestar la convivencia se tornaba a veces difícil a cuenta de controversias comunales. Los suministros y los saneamientos aún no habían llegado al umbral de la modernidad. Pero, entre todos aquellos personajes amoldados a su destino, era doña Elisa una de las figuras más emblemáticas e indiscutidas en su autoridad tutelar. De porte altivo y refinado, quién sabe si de antepasados de origen prusiano, su verbo era firme y enérgico; sus dotes de mando, implacables. Soltera acreditada, vivía en compañía de su hermana, Chon, también célibe y prototipo de devoción mariana. Enfermera en un centro hospitalario, doña Elisa ejercía también de practicante en el barrio; su mera presencia despertaba un temor reverencial y actuaba como vigía de las buenas costumbres y de la moral. En una ocasión señalada me regaló un librito de Julio Verne. Tal vez quiso erigirse en mi mentora y llevarme por el buen camino, preocupada como estaba por la juventud que tenía que levantar España. Probablemente se sintiera bastante decepcionada cuando comprobó que me apartaba de su diseño curricular. Lo siento de veras y le agradezco de todo corazón sus desvelos y, en particular, aquel regalo que tanto aprecio y que conservo entre mis reliquias personales.

Lo que nunca llegué a explicarme es cómo las dos hermanas, que llevaban una vida tan comedida, tradicional y recatada, llegaron a albergar, en una de las tres habitaciones de su modesto pero relativamente espacioso piso, a alumnos de la conocida popularmente como “Escuela Franco”, denominación abreviada de la oficial, ISFPFF, a saber, “Institución Sindical de Formación Profesional Francisco Franco”, situada al otro lado del río y cuyas instalaciones deportivas eran objeto del deseo de quienes no podíamos acceder libremente a ellas. Solo en ocasiones; en otras, dentro del turno de vigilantes más estrictos, teníamos que salir flechados cuando soltaban a los furiosos perros. 

Ignoro cómo se gestionaban las estancias, pero muchachos de otras provincias que aprendían oficios variados en aquel centro comían y pernoctaban en casa de doña Elisa, quien los controlaba con disciplina militar. Aquella condición de pupilos uniformados que se aplicaban celosamente en el aprendizaje de una profesión les confería un estatus y una distinción que los colocaba muy por encima, en todos los órdenes, de los impresionables alevines del lugar. Pese a que la diferencia de edad seguramente era escasa, daba la sensación de que estaban a gran distancia de nosotros, en un plano superior. El simple hecho de residir fuera del hogar familiar era ya de por sí casi una heroicidad.  

A los ojos de unos timoratos chiquillos, aquellos aspirantes a fresadores, impresores, electricistas, mecánicos, soldadores, carpinteros o fontaneros eran una especie de élite, idealizados como cadetes de una distinguida academia. En las largas horas que pasábamos en calles que tardarían aún años en familiarizarse con el asfalto, aquellos reclutas de la formación profesional nos impresionaban con sus conocimientos y experiencias, y nos acompañaban en nuestras prácticas de ocio callejero. La escasez de medios aguza el ingenio y la inventiva.

Han pasado muchos años, nada menos que cincuenta, pero desde entonces guardo un grato y entrañable recuerdo de aquellos sufridos y dignos aprendices. De todos ellos, hay un nombre que se ha mantenido especialmente grabado a lo largo de todo este tiempo, el de Celso Otero Longueira, quien, durante el período que disfruté de su compañía, me otorgó un trato sumamente afable y afectuoso, haciendo gala de lo que entonces me parecía una gran madurez, impregnada de un barniz de nostalgia. Celso transmitía una aureola de seguridad y sosiego, absolutamente impropios de su edad, aunque esa visión pueda estar algo distorsionada por el prisma infantil. 

Cuando retornó a su Galicia natal, sentí una pérdida dolorosa. Nunca después he vuelto a tener noticias de él. Hace algunos años, en un arrebato por recuperar los signos de la memoria, traté infructuosamente de encontrar su rastro, empeño que, ante el vacío de décadas, inevitablemente generaba una sensación de vértigo. A pesar de todo, hoy, medio siglo después, el recuerdo y la gratitud hacia aquel semihéroe discreto y tranquilo, con su halo de tristeza, siguen vivos. El ayer, distante e inaccesible, queda ahora sumido en la neblina, pero, si nos esforzamos, aún pueden percibirse algunas luces que tenuamente lo iluminan.

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