Las clases en
la escuela comienzan a las 8.25 horas y acaban a las 15.30 horas. El horario se
prolonga con alguna actividad extracurricular, más tres horas en un centro de
preparación de exámenes para el acceso a un centro de educación secundaria.
Aparte, los desplazamientos y los deberes escolares. Así es una jornada estándar
para muchos niños de 10 años en Tokyo[1].
En Japón y en
otros países de Asia, la inversión en la educación de los hijos se ha
convertido en una carrera ascendente e inacabable que origina diversas consecuencias,
entre ellas, la de un elevado coste económico. Éste, a su vez, puede ser una de
las causas de las bajas tasas de natalidad (Harding, 2021).
Por otro
lado, aunque el análisis económico ha primado tradicionalmente la inversión en
capital humano como una prioridad a escala personal y social, aporta también
algunos puntos de reticencia al respecto. Como se señala en un reciente
artículo de The Economist[2], la
educación presenta en parte la naturaleza de “bien posicional”[3]. En este
sentido, lo que importa no es tanto cuánto tiene una persona, sino si tiene más que
otra. Resulta quizás un tanto duro aceptar este tipo de razonamiento cuando nos
situamos en el campo del conocimiento, pero sin duda es una perspectiva atinada
si estamos ante un proceso en el que compiten diversos contendientes.
Dado que los “bienes
posicionales” tienen una oferta limitada, no todo el mundo puede tener acceso a
ellos en las mismas condiciones. Si se generalizan, desaparece el efecto
distintivo. El intento por mantenerlo llevaría a una carrera desenfrenada entre
los aspirantes. Así, hay familias que invierten cada vez más tiempo y dinero en
actividades de tutorización o extracurriculares después de clase, con la
expectativa de que sus hijos estén lo mejor posicionados posible.
En algunos
países donde las exigencias educativas han llegado a ser sumamente intensas,
como Corea del Sur y China, según recoge The Economist, “los gobiernos de ambos
países han tratado de orquestar una especie de desarme colectivo”, a través de
restricciones y controles en los centros docentes.
Para The Economist,
“es casi imposible frenar que las familias contraten a tutores privados para
enseñar a sus hijos en sus propias casas. Y si la educación en la sombra es
restringida eficazmente, la carrera armamentística puede adoptar diferentes
formas”.