El denominado
“Día de la Liberación Fiscal” (DLF) ha adquirido una considerable popularidad
como indicador que señala el momento del año a partir del cual un ciudadano “medio”
queda liberado (ficticiamente) de sus obligaciones con la Hacienda Pública.
Basado en cálculos anuales, el referido indicador nos informa del número de
días que, en la práctica, estamos trabajando o generando ingresos para el
Estado. Desde el DLF, puede ya conservar toda la renta obtenida y emplearla a
su conveniencia. Es evidente que el indicador opera simplemente en términos de
equivalencia, obviando los flujos reales de ingresos y de desembolsos
tributarios. Por ello, parece un poco absurdo celebrar la llegada de un día concreto del año en el que, de facto, no se da ninguna liberación.
Se trata de
un indicador utilizado tradicionalmente por el Adam Smith Institute[1]. En
España, desde hace algunos años, la Fundación Civismo proporciona información
sobre nuestro DLF nacional. Según el último informe publicado, el DLF se ha
situado en 2021 en el 13 de julio[2].
El DLF puede
ser considerado un indicador de la presión fiscal soportada por las familias,
pero, a diferencia del indicador estándar (impuestos -más cotizaciones
sociales-/PIB), no suele ser objeto de mucha atención por parte de la comunidad
académica y, aún menos, por la Administración tributaria. En este segundo caso,
las razones pueden ser fácilmente entendibles, mientras que en el primero
podrían esgrimirse -al margen de cuestiones semánticas- motivos técnicos
asociados a las dificultades metodológicas existentes para calibrar la carga
tributaria efectiva de las familias. Es así, pero ello no significa que la
ratio normalmente utilizada para medir la presión fiscal no se vea afectada
también por una serie de deficiencias y escollos metodológicos.
Siendo esto último
verdad, los problemas no son, desde luego, de la misma relevancia. Una cosa es
cuantificar la magnitud global del conjunto de los ingresos fiscales, y otra,
identificar el montante de los gravámenes que recaen sobre una familia representativa.
Nos encontramos con varias dificultades notables, entre otras, las siguientes:
i) su importe va a depender de muchos factores y circunstancias (cuantía de la
renta, categorías de ingresos obtenidos, lugar de residencia, situación patrimonial,
utilización de la renta…); ii) algunos pagos obligatorios tienen (o, al menos,
deberían tener) una compensación diferida; y iii) sin un estudio riguroso de
incidencia fiscal económica no puede determinarse quién soporta realmente la
carga tributaria.
Un intento de
aproximación a la carga tributaria anual de una familia, basado en un ejemplo
concreto, realizado hace unos años, arrojaba que la fiscalidad detraía un 42%
de la renta familiar bruta[3].
En el referido
estudio de la Fundación Civismo, mucho más sofisticado, “se obtiene como resultado
193 días necesarios de renta familiar para pagar los tributos de obligado
cumplimiento durante el presente año” (2021)[4].
Puede que el
DLF llegue a ser liberador en el sentido indicado, pero su utilización nos
convierte en cautivos de una metodología que se adentra en un territorio
sumamente complejo. El informe citado, por lo demás, a pesar del despliegue
expositivo efectuado, no permite un seguimiento, y, mucho menos, una réplica,
del proceso de cálculo.