He de comenzar este artículo confesando mi pavor ante los atascos de tráfico. Quizás en parte obedezca a la falta de costumbre. Cuando algo se internaliza en nuestra rutina solemos asumirlo de otra manera, como algo normal. Hace años, cuando viajaba a Madrid en avión y me veía atrapado en las caravanas que se formaban para acceder al centro de la gran urbe, me preguntaba cómo los “commuters” eran capaces de habituarse a ese suplicio cotidiano.
Más recientemente, una exalumna de la Facultad de Económicas de Málaga me contaba que, la primera vez que viajó a Los Ángeles para una estancia formativa, había alquilado un coche a retirar en el aeropuerto y, desde allí, no dudó en adentrarse en los sinuosos “scalextrics”, hasta llegar a la residencia donde iba a alojarse. Yo jamás, ni siquiera a su edad, me habría atrevido a planear semejante proeza. Me acordé de ella al ver la escena inicial de “La La Land”. Sin duda, afrontar situaciones de ese tipo puede resultar mucho más valioso en la vida que acumular conocimientos teóricos. Espero que le haya ido bien en su trayectoria profesional, y también que si, por una remota casualidad, llegara a leer este texto, me lo hiciera saber.
Pese a la aversión a sufrirlos en la realidad, los atascos de tráfico son un tema de estudio apasionante y lleno de alicientes. Las carreteras son un ejemplo útil para ilustrar el concepto de bien colectivo impuro, sujeto a congestión.
A partir de un determinado volumen de tráfico, la incorporación de vehículos adicionales a una vía de circulación origina un coste para los demás conductores en la forma de una menor fluidez de tráfico. Se trata de un caso típico de externalidad o efecto externo, de carácter negativo. Éste consiste simplemente en que, cuando alguien lleva a cabo una acción, ésta origina algún perjuicio a otra persona, sin que tal inconveniente se recoja en el precio que, en su caso, paga por realizar dicha acción. Por supuesto, en este ámbito se dan efectos cruzados, ya que todos los conductores generan un coste para los demás.
La receta tradicional propugnada por los economistas para tratar de corregir los efectos externos negativos es la de establecer una carga, mediante un precio o una tasa, que refleje el coste que se está originando al resto de personas. Algunas ciudades vienen aplicando una tasa por congestión que recae sobre los vehículos que circulan por las zonas delimitadas. En un artículo de The Economist de fecha 25 de agosto de 2018 se menciona el caso de Londres, cuyo sistema, según se indica, adolece de tres deficiencias: i) el importe que se paga es de cuantía fija por acceder al centro de la capital, sin que se module según la hora y, consiguientemente, la densidad del tráfico; ii) se trata por igual a los vehículos de servicio público que a los de los particulares; iii) no se reconoce que los problemas de congestión del tráfico y de contaminación son diferentes; también los vehículos no contaminantes provocan congestión de tráfico.
Otro artículo de The Economist, de fecha 8 de septiembre de 2018, da pie para seguir reflexionando acerca de los atascos de tráfico. En él se nos describe el sobrecogedor panorama de aquellas ciudades del mundo donde los atascos constituyen un elemento casi permanente del paisaje urbano, pero a escala descomunal. Ciudades como El Cairo, Delhi, Daca, Yakarta, Lagos, Manila, Naironi y Sao Paulo se llevan la palma. Sin embargo, según el ranking elaborado por Inrix, una compañía especializada en el análisis de datos de tráfico (www.inrix.com), fueron los “commuters” de Los Ángeles los que afrontaron un mayor número de horas en atascos de tráfico en el año 2017 (102), por delante de Moscú (91) y Nueva York (91). En ese ranking de 1.360 ciudades del mundo, en el que no se incluye Málaga, Madrid aparece con 42 horas, Sevilla con 25, y Zaragoza con 13.
Según las estimaciones de Inrix, los retrasos en el tráfico originaron un coste de 19.200 millones de dólares a la ciudad de Los Ángeles en 2017, y de 33.700 millones de dólares a la de Nueva York, con una cifra media por conductor de 2.900 dólares aproximadamente en ambos casos. En una ciudad más comparable, en términos poblacionales, a Málaga, como es Liverpool, las cifras respectivas fueron 273 millones de libras y 1.101 libras.
En el segundo de los artículos de The Economist mencionados se apunta un aspecto interesante y controvertido. Frente a la idea de que resultar afectado por la densidad del tráfico es un despilfarro, “ver los atascos de tráfico como una pérdida de tiempo es ignorar algo. Para los economistas, cada hora empleada en el tráfico es una hora no empleada en algo productivo. Pero en las ciudades con el peor tráfico, esto no siempre es verdad. Ni está claro que a las personas les desagraden tanto los atascos como dicen”. A este respecto, se aportan ejemplos de personas que convierten su tiempo de desplazamiento en un “espacio de aislamiento individual” o en una oportunidad para desarrollar algunas actividades. En fin, la capacidad de adaptación a las más diversas circunstancias da mucho de sí.
Dicho artículo, a pesar de su brevedad, nos ofrece una serie de perspectivas sugerentes para abordar el análisis del tráfico. Y, más allá de su contenido, nos brinda una externalidad positiva, la invitación a hacer una incursión literaria, a la búsqueda del cuento de Cortázar “La autopista del Sur”. En sus primeras líneas podemos leer que “… Cualquiera podía mirar su reloj pero era como si ese tiempo atado a la muñeca o el bip bip de la radio midieran otra cosa, fuera el tiempo de los que no han hecho la estupidez de querer regresar a París por la autopista del sur un domingo por la tarde…”.
Hace mucho tiempo, en junio del año 1979, tuve ocasión de vivir esa experiencia. Desde ese recuerdo lejano puedo verificar que la descripción del escritor argentino no era un cuento. Se puede tener aversión al tráfico, pero, insospechadamente, también, circunstancialmente, alguna añoranza.