Actualmente nos encontramos
inmersos en un intenso proceso de cambios que afectan profundamente a las
relaciones económicas y sociales. Nuevos y viejos esquemas conviven, de manera
o inarmónica, en la antesala de un sistema a todas luces diferente del que
prevalecía no hace muchos años. El entorno que se configura tiene especiales
implicaciones en el mercado de trabajo. Las formas de los vínculos
contractuales y su estabilidad en el tiempo, el alcance de la protección
social, los modos de trabajo, los perfiles competenciales, la tipología de los
puestos demandados, los abanicos salariales, los itinerarios profesionales;
todo eso y mucho más está sujeto a una transformación cuyos límites no
alcanzamos a vislumbrar.
En este contexto, la polarización
del mercado de trabajo es una de las tendencias más destacadas en los análisis
recientes. Sin embargo, la evolución dispar de las condiciones de los distintos
colectivos dentro del mercado laboral no es un fenómeno nuevo. En un estudio
presentado por David Autor, profesor del MIT, en la reunión de la American
Economic Association de enero de este año, se pone de manifiesto que, en
Estados Unidos, en el período 1963-2017, el salario real de las personas con
formación de posgrado aumentó entre un 80% y un 100%; el de las personas en
posesión de un grado universitario, entre un 40% y un 60%; en cambio, el de los
trabajadores con un nivel educativo de enseñanza secundaria o inferior se mantuvo
estancado, o incluso disminuyó en el caso de los varones.
Como se hace eco The Economist
(12-1-2019), esa evolución ha coincidido con “cambios tectónicos” en la
vertiente del empleo. En particular, la participación dentro de la ocupación
total de los puestos que requieren mucha o muy poca formación ha crecido
notoriamente desde 1970. En contraposición, numerosos puestos en las cadenas de
producción y en las oficinas con requerimientos formativos medios han
desaparecido, por la deslocalización a otros países, así como por el impacto de
los ordenadores y de la robótica.
Si tomamos en consideración las
pautas observadas en las últimas décadas, a tenor de las que ahora están en
curso, se deja entrever un panorama preocupante dentro del que pueden ampliarse
los contrastes en las posiciones de los diferentes estratos del mercado laboral
y, como consecuencia, en el bienestar personal. Según el referido profesor del
MIT, los nuevos tipos de empleos responden a alguna de las siguientes
categorías: i) “trabajo frontera”, muy vinculado a las nuevas tecnologías; ii)
“trabajo relacionado con la riqueza”, que engloba un variado conjunto de
actividades orientadas a la satisfacción de las necesidades de los profesionales
bien situados; iii) “trabajo de la última fase”, concretado en aquellas tareas
que quedan una vez que la mayoría de las funciones han sido ya automatizadas
(servicios de distribución, tareas rutinarias en almacenes, seguimiento de
contenidos en redes sociales…).
Mientras que las dos primeras
categorías tienden a estar abiertas a personas con titulación universitaria (siempre
que se ajuste a las demandas existentes, con especialización y capacitación suficientes)
y ofrecen retribuciones adecuadas, la tercera acoge de manera desproporcionada
a trabajadores sin formación universitaria, sujetos a condiciones económicas
precarias. Es verdaderamente difícil frenar los desarrollos impulsados por los
factores de cambio, por lo que es cada vez más necesario garantizar que todas
las personas tengan las mismas oportunidades para trazar y elegir su
trayectoria formativa.
Por otra parte, dado que, para lo
bueno y lo malo, las condiciones económicas de cada puesto acaban dependiendo
del juego de la oferta y la demanda, se hace imprescindible que, sin perjudicar
ni distorsionar los incentivos, se establezcan mecanismos y esquemas de
protección para quienes “queden atrás”. El sector público tiene un considerable
recorrido de mejora en términos de eficiencia y de eficacia, aparte de recurrir
a otras fórmulas sobradamente conocidas, posibilitando la participación
voluntaria y directa de los agentes privados.
Descendiendo al terreno de la
evidencia estadística en España, podemos comprobar cómo los datos disponibles
avalan la importancia de la educación en conexión con el mercado laboral. Así,
según los datos ofrecidos por la OCDE (referidos a 2017), la tasa de ocupación
de las personas con edades entre 25 y 64 años muestra una clara relación
positiva con el nivel educativo: 56%, para personas con nivel inferior a la
educación secundaria superior; 70%, para personas con este último nivel; y 80%
para personas con educación universitaria.
También se da una relación
similar para los individuos con edades de 25 a 34 años (61%, 69% y 77%,
respectivamente), en tanto que la tasa de paro refleja el efecto educativo:
27,8%, 18,4% y 13,9%. Así, la tasa de desempleo del colectivo con educación
superior es la mitad del colectivo situado en el escalón formativo más bajo
considerado.
Las diferencias retributivas son
asimismo significativas: los ingresos de los trabajadores con menor nivel
formativo eran un 27% más bajos que los de quienes habían alcanzado el bachillerato,
y algo menos de la mitad respecto a los titulados universitarios. El esfuerzo
realizado en lograr una titulación universitaria es, al margen de otros
aspectos no pecuniarios, una inversión rentable desde un punto de vista
dinerario, si bien, lógicamente, la rentabilidad se ve condicionada por el tipo
de interés que se utilice para descontar los ingresos futuros. En España, los
rendimientos financieros netos adicionales para un varón con educación
universitaria, en comparación con otro con un nivel equivalente de bachillerato,
ascienden a una cifra de 176.600 dólares, si se utiliza una tasa de descuento
del 2% anual, y a 22.200, si dicha tasa es del 8%.
De manera llamativa, en 2016
España encabezaba, junto a Dinamarca, la clasificación de países de la OCDE según
la tasa de graduación (por primera vez) en educación terciaria, con un 58%. Y
se espera que el 50% de la población nacional se gradúe en dicha educación
antes de cumplir los 30 años. Cabe reseñar que, con una diferencia de 14 puntos
porcentuales a favor de las mujeres, en este indicador se da una “brecha de
género invertida”.
(Artículo publicado en el diario “Sur”)