Desde siempre he admirado a Winston Churchill, el
gran líder al que tanto le debe la Europa libre. A pesar de sus antecedentes
como estratega bastante menos acertado y de su ingeniosa invectiva contra los
economistas. Decía preferir a los economistas “mancos”; ya se sabe, la
irrefrenable inclinación de los economistas les lleva a sermonear con discursos
duales: “por un lado… por otro lado…” (“on the one hand… on the other hand”).
Así, desde luego, no hay manera de aclararse, aunque nunca está de más
identificar todas las consecuencias, positivas y negativas, de los distintos
cursos de acción, estimar sus probabilidades, atribuirles un valor, y hallar
una síntesis.
Dicha ocurrente frase, como tantas otras veces sucede,
tiene una paternidad disputada. Fue también utilizada por presidentes
norteamericanos. La autoría original de algunos de los grandes aforismos que forman ya parte del acervo popular permanece en el limbo. Nos encontramos así
que una misma frase se imputa indiscriminadamente a distintos autores. Es una
pena que no haya un registro veraz de los derechos de autor de las sentencias
más celebradas.
Siempre he considerado que no es un demérito, sino
todo lo contrario, utilizar una locución emblemática, en un contexto adecuado,
citando expresamente a su creador. Sobre todo si éste es una autoridad de
referencia indiscutible, el discurso no por ello decae sino que se engrandece.
Recordar que “la democracia es el peor sistema político que existe… con
excepción de todos los demás”, aparte de ser una afirmación cada vez más
confirmada, puede ser una buena ocurrencia, pero adquiere su verdadero valor y
su auténtica dimensión cuando se subraya que tal proposición procede del
insigne mandatario inglés. Dotado, por cierto, de una gran capacidad –hoy día,
por desgracia, bastante escasa- para discernir entre las intenciones
democráticas y las totalitarias, amparadas a veces éstas en los más retorcidos
ardides.
En los casos de mayor notoriedad, es posible que
alguien se despiste o que considere que se sobreentiende que el público conoce
el origen de los lemas elegidos, pero en las esferas alejadas del conocimiento
generalizado es mucho más fácil y menos arriesgado omitir, a sabiendas, las fuentes originarias. De ese tipo de episodios, aunque a escala menor,
estoy bastante curado de espanto. Hace ya algo más de treinta años me
correspondió formar parte del tribunal de un concurso-oposición para el acceso
a una plaza de profesor titular de Economía Aplicada en una Universidad de una
provincia española. Atónito me quedé cuando oí cómo el concursante, en la
exposición de los aspectos metodológicos de la disciplina, lanzaba, con total
desenvoltura y frescura, una perorata en la que reproducía, palabra por
palabra, los párrafos que yo mismo había escrito en la memoria que, años antes,
había presentado en una convocatoria similar. Bastante tiempo después, en una
suerte de prueba a la que concurría frente a otros candidatos, alguno de ellos,
por la vía de las traslaciones indirectas, inconscientemente había recogido
literalmente en su proyecto –por supuesto, sin cita alguna- partes de uno mío
anterior. El repertorio es mucho más amplio, pero soy consciente de que, ante
los nuevos paradigmas vanguardistas dominantes, este tipo de comportamientos
carece completamente de importancia.
Haciendo un repaso de tales episodios debí de
quedarme dormido. No sabía si aún lo estaba cuando noté que alguien me susurraba
al oído, alargando extrañamente las palabras: “Cui da do vos te ner ha béis de a
vec church ill… Cui da do vos te ner ha béis de a vec church ill…”. Después de
escucharlas varias veces, recuperé la conciencia y me encontré con el rostro
inefable del comendador. Desde que se escapó de la novela de Murakami no deja
de tener contadas apariciones y de protagonizar esporádicas travesuras. Le
pregunté que cómo se le ocurría despertarme a las tres de la madrugada, y le
sugerí que, si tenía algo que decirme, me lo dejase por escrito, como otras
veces hace. Además, le dije que no entendía qué quería decirme con aquel
mensaje, confundido como estaba entre su extraña forma de hablar y su peculiar
mezcla idiomática. ¿Qué puñetas pretendía a esas horas de la madrugada? Y lo
que menos podía comprender era qué tenía que ver todo eso con Churchill, si era
él a quien se refería. Como siempre, se escabulló a las primeras de cambio.
Mientras se iba me pareció entenderle que no se trataba de “Churchill” sino de
“churchhh illll…”.
Desde entonces no paro de darle vueltas a lo que me
pretendía insinuarme. La clave ha de estar en saber en qué idioma pueden estar
expresadas esas dos palabras. Le he dejado una nota escrita junto a los dos
volúmenes de su libro, pero aún sigue sin respuesta.
Desvelado, no pude volver a conciliar el sueño.
Entonces evoqué otra colosal frase de Sir Winston Churchill, aquella que decía
que, en un país democrático, no hay que preocuparse mucho si alguien llama a tu
puerta a las tres de la mañana. Los lecheros, en su época, madrugaban mucho.
Grande, grande, grande, Winston Churchill; su
entereza, su clarividencia, su liderazgo y su ingenio siguen siendo fuente de
inspiración. Como él nos enseñó con su palabra y su ejemplo, “no hay que darse
por vencido jamás, salvo ante las convicciones del honor y del sentido común”.
¿Cabría interpretar, pues, que no hay que admitir
la derrota ante la ausencia del honor y la inexistencia del sentido común? Tal
vez, pero sin duda haría falta una resiliencia churchilliana, o la protección
providencial de un hado como el de la seo paulina londinense.