24 de abril de 2020

Cuidado con Church-ill


Desde siempre he admirado a Winston Churchill, el gran líder al que tanto le debe la Europa libre. A pesar de sus antecedentes como estratega bastante menos acertado y de su ingeniosa invectiva contra los economistas. Decía preferir a los economistas “mancos”; ya se sabe, la irrefrenable inclinación de los economistas les lleva a sermonear con discursos duales: “por un lado… por otro lado…” (“on the one hand… on the other hand”). Así, desde luego, no hay manera de aclararse, aunque nunca está de más identificar todas las consecuencias, positivas y negativas, de los distintos cursos de acción, estimar sus probabilidades, atribuirles un valor, y hallar una síntesis.

Dicha ocurrente frase, como tantas otras veces sucede, tiene una paternidad disputada. Fue también utilizada por presidentes norteamericanos. La autoría original de algunos de los grandes aforismos que forman ya parte del acervo popular permanece en el limbo. Nos encontramos así que una misma frase se imputa indiscriminadamente a distintos autores. Es una pena que no haya un registro veraz de los derechos de autor de las sentencias más celebradas.

Siempre he considerado que no es un demérito, sino todo lo contrario, utilizar una locución emblemática, en un contexto adecuado, citando expresamente a su creador. Sobre todo si éste es una autoridad de referencia indiscutible, el discurso no por ello decae sino que se engrandece. Recordar que “la democracia es el peor sistema político que existe… con excepción de todos los demás”, aparte de ser una afirmación cada vez más confirmada, puede ser una buena ocurrencia, pero adquiere su verdadero valor y su auténtica dimensión cuando se subraya que tal proposición procede del insigne mandatario inglés. Dotado, por cierto, de una gran capacidad –hoy día, por desgracia, bastante escasa- para discernir entre las intenciones democráticas y las totalitarias, amparadas a veces éstas en los más retorcidos ardides.

En los casos de mayor notoriedad, es posible que alguien se despiste o que considere que se sobreentiende que el público conoce el origen de los lemas elegidos, pero en las esferas alejadas del conocimiento generalizado es mucho más fácil y menos arriesgado omitir, a sabiendas, las fuentes originarias. De ese tipo de episodios, aunque a escala menor, estoy bastante curado de espanto. Hace ya algo más de treinta años me correspondió formar parte del tribunal de un concurso-oposición para el acceso a una plaza de profesor titular de Economía Aplicada en una Universidad de una provincia española. Atónito me quedé cuando oí cómo el concursante, en la exposición de los aspectos metodológicos de la disciplina, lanzaba, con total desenvoltura y frescura, una perorata en la que reproducía, palabra por palabra, los párrafos que yo mismo había escrito en la memoria que, años antes, había presentado en una convocatoria similar. Bastante tiempo después, en una suerte de prueba a la que concurría frente a otros candidatos, alguno de ellos, por la vía de las traslaciones indirectas, inconscientemente había recogido literalmente en su proyecto –por supuesto, sin cita alguna- partes de uno mío anterior. El repertorio es mucho más amplio, pero soy consciente de que, ante los nuevos paradigmas vanguardistas dominantes, este tipo de comportamientos carece completamente de importancia.

Haciendo un repaso de tales episodios debí de quedarme dormido. No sabía si aún lo estaba cuando noté que alguien me susurraba al oído, alargando extrañamente las palabras: “Cui da do vos te ner ha béis de a vec church ill… Cui da do vos te ner ha béis de a vec church ill…”. Después de escucharlas varias veces, recuperé la conciencia y me encontré con el rostro inefable del comendador. Desde que se escapó de la novela de Murakami no deja de tener contadas apariciones y de protagonizar esporádicas travesuras. Le pregunté que cómo se le ocurría despertarme a las tres de la madrugada, y le sugerí que, si tenía algo que decirme, me lo dejase por escrito, como otras veces hace. Además, le dije que no entendía qué quería decirme con aquel mensaje, confundido como estaba entre su extraña forma de hablar y su peculiar mezcla idiomática. ¿Qué puñetas pretendía a esas horas de la madrugada? Y lo que menos podía comprender era qué tenía que ver todo eso con Churchill, si era él a quien se refería. Como siempre, se escabulló a las primeras de cambio. Mientras se iba me pareció entenderle que no se trataba de “Churchill” sino de “churchhh illll…”.

Desde entonces no paro de darle vueltas a lo que me pretendía insinuarme. La clave ha de  estar en saber en qué idioma pueden estar expresadas esas dos palabras. Le he dejado una nota escrita junto a los dos volúmenes de su libro, pero aún sigue sin respuesta.

Desvelado, no pude volver a conciliar el sueño. Entonces evoqué otra colosal frase de Sir Winston Churchill, aquella que decía que, en un país democrático, no hay que preocuparse mucho si alguien llama a tu puerta a las tres de la mañana. Los lecheros, en su época, madrugaban mucho.

Grande, grande, grande, Winston Churchill; su entereza, su clarividencia, su liderazgo y su ingenio siguen siendo fuente de inspiración. Como él nos enseñó con su palabra y su ejemplo, “no hay que darse por vencido jamás, salvo ante las convicciones del honor y del sentido común”.

¿Cabría interpretar, pues, que no hay que admitir la derrota ante la ausencia del honor y la inexistencia del sentido común? Tal vez, pero sin duda haría falta una resiliencia churchilliana, o la protección providencial de un hado como el de la seo paulina londinense.

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