Recuerdo que, hace bastante tiempo, un destacado intelectual andaluz -de firmes e inequívocas convicciones democráticas y con una fama muy por debajo de su valía- me puntualizaba que en el antiguo régimen dictatorial español, al menos durante algunas etapas de su prolongada andadura, se nombraban como ministros a personas distinguidas por estar ubicadas en los primeros puestos de sus promociones académicas. No llegué a comprobar en detalle el alcance efectivo de esa pauta.
Hace pocos días, ese mismo intelectual, a quien no veo desde hace años, contactó conmigo para un encargo académico, y aprovechó para valorar la capacidad de gestión gubernamental ante la tremenda crisis sanitaria generada en España, como en otros países, por la propagación del coronavirus. Al hilo de esto evocaba cómo, a comienzos de los años setenta, cuando ambos estudiábamos en el mismo instituto de enseñanza media -aunque, entonces, sin conocernos-, era típico que se dijera que los mejores estudiantes llegarían a ser ministros.
Es verdad, por aquel entonces se asociaba la condición de ministro a la excelencia académica. Recuerdo que en mi clase había un alumno al que sus compañeros le pronosticaban ese destino. No fue, desde luego, un vaticinio muy atinado. Por circunstancias familiares adversas, no se pudo poner a prueba ante el reto planteado, ya que pronto tuvo que emplearse como botones en un hotel de Torremolinos y, poco después, abandonó los estudios. No sé si luego lograría recomponer su trayectoria estudiantil. Salvo que así fuera, de poco le sirvió que el profesor Luis Díez se quedara asombrado al comprobar que era capaz de acertar todas las preguntas que el autor de la “Antología del disparate” lanzaba en la clase de ciencias naturales.
Al margen de avivar recuerdos dormidos, aquellas palabras me llevaron a pensar en la composición del gobierno de España que propició los Pactos de la Moncloa, suscritos en octubre del año 1977. En una entrada de este blog de fecha 16-10-2017 se hace una ponderación de dicho hito con motivo de la conmemoración de su cuarenta aniversario.
En aquellos años convulsos, de tránsito incierto entre dos regímenes, no era fácil ser ecuánime con los personajes, en gran medida provenientes del antiguo, que fueron los encargados de pilotar el cambio al nuevo. Sobre muchos de ellos se proyecta una justicia diferida, no materializada en su momento justo. En fin, el paso del tiempo, que permite recabar y confrontar más información y más situaciones, altera en ocasiones el punto de mira. Escaso consuelo para los posibles agraviados por el desprecio o la incomprensión.
Este último sentimiento me persigue especialmente desde que, hace años, leí la obra “Anatomía de un instante”, dedicada por Javier Cercas a la inconmensurable figura -agrandada por el paso de los años, y el vértigo inevitable ante el peligro de derrumbamiento del sistema que él contribuyó decisivamente a forjar- de Adolfo Suárez.
Admirador como soy, desde su gestación, de los Pactos de la Moncloa, ahora que planea una especie de remake ante la excepcionalidad de la situación vivida, he querido rendir un pequeño homenaje simbólico y personal a los integrantes del gobierno de la nación de aquel entonces. Invito a repasar el currículum vítae de aquella quincena de mandatarios. Merece la pena hacerlo. Como también la merecería ver cómo ha ido evolucionando el “capital humano” de los sucesivos gobiernos de la democracia, tanto de la nación como de las diversas administraciones territoriales.
Los Pactos de la Moncloa jugaron un papel clave en la consolidación de la democracia española, sobre la que ahora se ciernen negros nubarrones. Y tales Pactos contaron con dos pilares esenciales, Adolfo Suárez, un grandísimo presidente de gobierno, y Enrique Fuentes Quintana, un insigne vicepresidente e incomparable ministro de Economía. Sinceramente creo que esas dos figuras son difícilmente repetibles.
Pero, aun renunciando a ver replicada su inmensa talla y su elevada visión de Estado, una salida verdaderamente progresista -palabra muy devaluada por múltiples usurpadores- a los enormes retos que hoy tiene España exige ineludiblemente contar con gobernantes con bastantes atributos. Entre otros, los de conocimientos, experiencia, altura de miras, capacidad, credibilidad, honradez y determinación. La imagen del presidente Suárez y del vicepresidente Fuentes, desde su pedestal, alumbran el camino a los españoles.