Dos
escenas distintas, una, deportiva; otra, académica; un mismo protagonista. La
primera tiene lugar en la ciudad de Memphis, la tarde del domingo 26 de marzo
de 2017. Se viven momentos cruciales de la “Locura de marzo” (“March Madness”),
esa quincena larga en la que los 68 equipos clasificados disputan, a un ritmo
frenético, las eliminatorias del campeonato de baloncesto universitario
masculino de Estados Unidos. Después de tres rondas, está en juego una de las anheladas
cuatro plazas para la fase final. Pugnan por ella los equipos de las
universidades de Kentucky y North Carolina, conocidos, respectivamente, como
los “Wildcats” y los “Tar Heels”, algo así como los “Gatos silvestres” y los
“Talones de alquitrán”.
Hay
quienes afirman que, de los partidos de baloncesto, solamente merece la pena ver
el último cuarto; en ocasiones, únicamente los tres últimos minutos, ya que ahí
es cuando se deciden los partidos. Otros, no obstante, lo hacen en la última
fracción de segundo. Es cierto que, con marcadores igualados, se reinician
sucesivos minipartidos. En el baloncesto, a diferencia de lo que ocurre en el
tenis o en el voleibol, solo vale el saldo final, no los cómputos parciales.
Es
un deporte en el que, con un tanteo igualado, únicamente sirven lo que los
economistas calificarían como actuaciones marginales, las que se producen a partir
de ese momento. Sin embargo, sería absurdo prescindir de las circunstancias que
han llevado a esa situación de igualdad. Pero no deja de ser cierto que, hasta
cierto punto, las estadísticas que miden el rendimiento de los jugadores no
están muy perfeccionadas. Computan por igual cada canasta con independencia de
la diferencia existente en el marcador, del tiempo restante y del referido
valor marginal que puedan tener. ¿Qué valor podría haber tenido el mítico
lanzamiento de Michael Ansley en el partido del Unicaja contra el FC Barcelona
de mayo de 1995, de haber conseguido la canasta? (A pesar de que no fue así,
tuvo y sigue teniendo un gran valor, por distintos motivos).
Según
relatan las crónicas disponibles en Internet, el partido entre Kentucky y North
Carolina fue tremendamente emocionante y trepidante de principio a fin, con oscilaciones
en el marcador. Faltando menos de seis minutos, el equipo de Kentucky dominaba
la contienda, pero posteriormente el de North Carolina tomó ventaja, que, a
falta de diez segundos, fue neutralizada con un triple inverosímil. En línea
con lo antes señalado, podría decirse que se disputó un micropartido de esa
duración, que se decidió con una canasta del jugador Luke Maye cuando quedaban dos
segundos. A los pocos días, su equipo se proclamó campeón de la competición.
Aunque
el baloncesto es un deporte de equipo y es evidente que para poder tener la
opción de triunfo es imprescindible todo el trabajo previo, es bien sabido el
valor que se atribuye a ese tipo de canastas decisivas y la aureola que rodea a
sus artífices, que adquieren el estatus de héroe en los anales de sus clubes.
Aun
siendo muy trascendentales para la historia de las entidades deportivas, casos
como el descrito ocurren con frecuencia en el mundo del deporte, en general, y
del baloncesto, en particular. En el aquí comentado concurre una singularidad
asociada a la actitud postpartido del mencionado jugador. Después del esfuerzo
del domingo, del desplazamiento, de la emoción y del extraordinario logro,
alguien podría pensar que quisiera tomarse un respiro de sus obligaciones
académicas a la mañana siguiente.
Dada
la costumbre de realizar apuestas deportivas en relación con la exitosa
competición baloncestística universitaria, cabe hipotetizar sobre a cuánto se
habrían cruzado las apuestas respecto a la actuación de Luke Maye en el campus
universitario el día después: ¿asistiría o no a clase ese día y, en concreto, a
la primera, de Economía, programada a las ocho de la mañana?
Un
vídeo difundido por una televisión local nos da la respuesta “ex post”: antes
de su inicio, una clase entera, con el profesor a la cabeza, dedica una emotiva
ovación a un asistente inesperado, el deportista, que, discretamente, se pone
en pie, un tanto incómodo. “Simplemente asisto a clase, es algo normal”,
declaró, tras ser preguntado por su aparentemente atípico comportamiento. Circunstancialmente,
en junio de este año también desafió los designios del azar al salir ileso, afortunadamente,
de un aparatoso accidente automovilístico.
Reconozco
que quedé impresionado por semejante testimonio gráfico cuando, hace meses, me
mostraron el vídeo, que ahora he podido localizar gracias a un gran conocedor
del baloncesto universitario norteamericano. Difícilmente, a mi entender, puede
conjugarse mejor el doble compromiso con el deporte y con el esfuerzo
académico. En tal sentido constituye un formidable ejemplo que, sin necesidad
de teorización, sino por la vía de los hechos y de las actuaciones concretas,
es sumamente valioso, no ya para la educación en valores (¿en qué valores?),
sino para la propia educación, educación integral, de un joven. En breves
segundos pueden visualizarse las imágenes de los instantes finales del partido
que convirtió a Luke Maye en un héroe de su universidad y las de su
comparecencia en su clase matutina. La combinación de ambas piezas nos ofrece
una lección en toda regla, una lección que, más allá de los efímeros resultados
deportivos, deja una huella aún más resistente que la del alquitrán.
También,
en mi opinión, pueden tener gran utilidad, desde un punto de vista más
pragmático, para personas dedicadas a la docencia. A mí en particular me serán
de gran provecho para responder una de las preguntas más curiosas y difíciles
que, cada año, suelen formular algunos alumnos el primer día del curso
académico: “¿Es obligatoria la asistencia a clase?”
(Publicado en diario "Sur", el día 9 de octubre de 2017)
(Publicado en diario "Sur", el día 9 de octubre de 2017)