9 de octubre de 2017

Heroísmo deportivo y compromiso académico

Dos escenas distintas, una, deportiva; otra, académica; un mismo protagonista. La primera tiene lugar en la ciudad de Memphis, la tarde del domingo 26 de marzo de 2017. Se viven momentos cruciales de la “Locura de marzo” (“March Madness”), esa quincena larga en la que los 68 equipos clasificados disputan, a un ritmo frenético, las eliminatorias del campeonato de baloncesto universitario masculino de Estados Unidos. Después de tres rondas, está en juego una de las anheladas cuatro plazas para la fase final. Pugnan por ella los equipos de las universidades de Kentucky y North Carolina, conocidos, respectivamente, como los “Wildcats” y los “Tar Heels”, algo así como los “Gatos silvestres” y los “Talones de alquitrán”.
Hay quienes afirman que, de los partidos de baloncesto, solamente merece la pena ver el último cuarto; en ocasiones, únicamente los tres últimos minutos, ya que ahí es cuando se deciden los partidos. Otros, no obstante, lo hacen en la última fracción de segundo. Es cierto que, con marcadores igualados, se reinician sucesivos minipartidos. En el baloncesto, a diferencia de lo que ocurre en el tenis o en el voleibol, solo vale el saldo final, no los cómputos parciales.
Es un deporte en el que, con un tanteo igualado, únicamente sirven lo que los economistas calificarían como actuaciones marginales, las que se producen a partir de ese momento. Sin embargo, sería absurdo prescindir de las circunstancias que han llevado a esa situación de igualdad. Pero no deja de ser cierto que, hasta cierto punto, las estadísticas que miden el rendimiento de los jugadores no están muy perfeccionadas. Computan por igual cada canasta con independencia de la diferencia existente en el marcador, del tiempo restante y del referido valor marginal que puedan tener. ¿Qué valor podría haber tenido el mítico lanzamiento de Michael Ansley en el partido del Unicaja contra el FC Barcelona de mayo de 1995, de haber conseguido la canasta? (A pesar de que no fue así, tuvo y sigue teniendo un gran valor, por distintos motivos).
Según relatan las crónicas disponibles en Internet, el partido entre Kentucky y North Carolina fue tremendamente emocionante y trepidante de principio a fin, con oscilaciones en el marcador. Faltando menos de seis minutos, el equipo de Kentucky dominaba la contienda, pero posteriormente el de North Carolina tomó ventaja, que, a falta de diez segundos, fue neutralizada con un triple inverosímil. En línea con lo antes señalado, podría decirse que se disputó un micropartido de esa duración, que se decidió con una canasta del jugador Luke Maye cuando quedaban dos segundos. A los pocos días, su equipo se proclamó campeón de la competición.
Aunque el baloncesto es un deporte de equipo y es evidente que para poder tener la opción de triunfo es imprescindible todo el trabajo previo, es bien sabido el valor que se atribuye a ese tipo de canastas decisivas y la aureola que rodea a sus artífices, que adquieren el estatus de héroe en los anales de sus clubes.
Aun siendo muy trascendentales para la historia de las entidades deportivas, casos como el descrito ocurren con frecuencia en el mundo del deporte, en general, y del baloncesto, en particular. En el aquí comentado concurre una singularidad asociada a la actitud postpartido del mencionado jugador. Después del esfuerzo del domingo, del desplazamiento, de la emoción y del extraordinario logro, alguien podría pensar que quisiera tomarse un respiro de sus obligaciones académicas a la mañana siguiente.
Dada la costumbre de realizar apuestas deportivas en relación con la exitosa competición baloncestística universitaria, cabe hipotetizar sobre a cuánto se habrían cruzado las apuestas respecto a la actuación de Luke Maye en el campus universitario el día después: ¿asistiría o no a clase ese día y, en concreto, a la primera, de Economía, programada a las ocho de la mañana?
Un vídeo difundido por una televisión local nos da la respuesta “ex post”: antes de su inicio, una clase entera, con el profesor a la cabeza, dedica una emotiva ovación a un asistente inesperado, el deportista, que, discretamente, se pone en pie, un tanto incómodo. “Simplemente asisto a clase, es algo normal”, declaró, tras ser preguntado por su aparentemente atípico comportamiento. Circunstancialmente, en junio de este año también desafió los designios del azar al salir ileso, afortunadamente, de un aparatoso accidente automovilístico.
Reconozco que quedé impresionado por semejante testimonio gráfico cuando, hace meses, me mostraron el vídeo, que ahora he podido localizar gracias a un gran conocedor del baloncesto universitario norteamericano. Difícilmente, a mi entender, puede conjugarse mejor el doble compromiso con el deporte y con el esfuerzo académico. En tal sentido constituye un formidable ejemplo que, sin necesidad de teorización, sino por la vía de los hechos y de las actuaciones concretas, es sumamente valioso, no ya para la educación en valores (¿en qué valores?), sino para la propia educación, educación integral, de un joven. En breves segundos pueden visualizarse las imágenes de los instantes finales del partido que convirtió a Luke Maye en un héroe de su universidad y las de su comparecencia en su clase matutina. La combinación de ambas piezas nos ofrece una lección en toda regla, una lección que, más allá de los efímeros resultados deportivos, deja una huella aún más resistente que la del alquitrán.
También, en mi opinión, pueden tener gran utilidad, desde un punto de vista más pragmático, para personas dedicadas a la docencia. A mí en particular me serán de gran provecho para responder una de las preguntas más curiosas y difíciles que, cada año, suelen formular algunos alumnos el primer día del curso académico: “¿Es obligatoria la asistencia a clase?”

(Publicado en diario "Sur", el día 9 de octubre de 2017)

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