…
O de cómo ese exitoso programa informático condicionó la palabra hablada y
alteró la puesta en escena y el desarrollo de una conferencia o de una clase,
transformando el modo de llevar a cabo una exposición y hasta la actitud del
oyente.
El PowerPoint es para mí un viejo conocido, asiduo compañero de viaje, motivo de desvelos e inquietudes metainstrumentales. Hace ya algunos años publiqué un artículo a raíz de la curiosa irrupción de un partido político anti-PowerPoint (“Jaque al PowerPoint”, La Opinión de Málaga, septiembre de 2011). No parece que aquella iniciativa haya prosperado demasiado, como tampoco ha podido frenar su carrera la corriente de críticas que se remonta más de veinte años en el tiempo. El programa está instalado en más de 1.000 millones de ordenadores en todo el mundo y ya se hace rara una reunión de cualquier tipo en la que no esté presente: casi siempre está o, si no, se le espera.
Después de haber quedado ab initio maravillado ante las posibilidades que brindaba la aplicación, tras años de confinamiento (bendito confinamiento liberador) en el encerado y de recurrir al auxilio de las transparencias en el retroproyector, no he podido eludir, al cabo de los años, la presencia de una sensación ambivalente. Ni siquiera he podido evitar la tentación de renunciar a su utilización, de volver a las raíces, nunca abandonadas, para recuperar su plenitud. Ha sido en vano. El coste del uso del PowerPoint en modo alguno es desdeñable en algunos aspectos, pero el coste de no utilizarlo es considerablemente mayor.
Eso no quita para detestar la pauta imperante de la obligatoriedad de utilizar una presentación en PowerPoint en cualquier tipo de intervención, la idea de dar por hecho que toda exposición debe basarse ineludiblemente en ese tipo de soporte. No acaba ahí la cosa; a la exigencia de aportarla se une la antelación de su envío y, finalmente, la cesión para su distribución irrestricta. En el caso hipotético de que un ponente tenga la posibilidad o la osadía de declinar su uso, y lo haga, ha de afrontar el riesgo de ser visto como un bicho raro, como un representante de una especie en trance de extinción. Eso es lo que ha logrado el PowerPoint, que, en su ausencia, se perciba una sensación de oquedad, de vacío, de incompletitud. De hecho, se llega al extremo de que una de las slides de mayor utilización es la que sirve para rubricar multitud de presentaciones, con un contenido ciertamente creativo y ocurrente: “Muchas gracias”.
A medida que escribo estas líneas me voy dando cuenta de que la consideración del mundo del PowerPoint suscita múltiples perspectivas, y abre muchas vías de análisis, que darían para elaborar un tratado. No es, desde luego, el propósito que ahora me planteo en este artículo, que simplemente recoge algunas reflexiones desordenadas al hilo del publicado recientemente en el diario Financial Times (1-10-2017) por Pilita Clark, con un título muy expresivo: “¿El problema real con el PowerPoint? Somos nosotros, estúpido” (¿para cuándo un partido antiproclamadores de supuestas estupideces ajenas?).
El PowerPoint, como todo programa informático, no deja de ser un instrumento, al que se puede dar distintos tipos de uso: excelente, bueno, aceptable, deficiente o deleznable, entre otras posibles categorías. Lo mismo ocurre con el programa Word mediante el que se escriben estas líneas: el output puede ser bastante variopinto.
Recuerdo el acto de lectura de una tesis doctoral, hace años, en una universidad española, en el que el doctorando llevó a cabo su defensa utilizando una presentación de PowerPoint en la que, sucesivamente, se reproducían párrafos completos de su trabajo, que iba leyendo íntegramente. Aquello sí que fue un acto de lectura (en pantalla) en toda regla. La extrema densidad de contenidos en una diapositiva es, por otro lado, práctica habitual en las presentaciones de expertos consultores. En cambio, hay otras que ofrecen esquemas o gráficos sumamente ilustrativos y clarificadores, de gran ayuda para seguir el hilo de la exposición o para comprender aspectos clave de la argumentación.
Lo anteriormente señalado es aplicable a una presentación profesional, una conferencia académica, una exposición ante un público diverso o una clase, ya sea universitaria o no: la tecnología puede ser un eficaz aliado del discurso expositivo, para la transmisión de ideas y para el ahorro de tiempo o, por el contrario, un apéndice inconexo, inservible y contraproducente.
Algunos prestigiosos colegas universitarios se vanaglorian de no ser PowerPoint-dependientes en la impartición de sus clases, que siguen desarrollando según pautas tradicionales, a veces, eso sí, complementadas con la distribución de fotocopias de cuadros o gráficos. Por cierto, ¿constituye este recurso a la tecnología de la reproducción una desviación de los cánones?, ¿lo es escribir un texto en un programa de ordenador, en vez de a mano?
Las nuevas tecnologías crean efectivamente una diferencia. Hace años, cuanto tenía que explicar algún ejemplo numérico muy detallado, no me quedaba más remedio que copiarlo pacientemente en la pizarra. Lo mismo ocurría si se trataba de mostrar un gráfico de cierta complejidad. Las clases tenían otro ritmo y otra cadencia. Los nuevos instrumentos han potenciado enormemente la productividad. No obstante, hay que tener en cuenta el tiempo invertido (por quienes no actúan como free riders) en la preparación de los contenidos a incluir en los soportes informáticos. Y no hablemos del riesgo operativo de última hora…
Esos nuevos instrumentos han transformado los procedimientos y los requerimientos de tiempo, pero en absoluto afectan a la esencia del proceso docente, ya que los contenidos de base siguen siendo la clave. Pueden modularse las formas, las apariencias, el modo de transmisión, todo el envoltorio, pero es la sustancia de los contenidos lo que sigue siendo la piedra angular de toda labor pedagógica.
En mi opinión, no debe verse como algo problemático que a partir de unos buenos contenidos puedan elaborarse unos esquemas divulgativos apropiados. Además, desde estos últimos se puede emprender el camino inverso hasta la fuente originaria, en toda su amplitud. El problema surge cuando se carece de contenidos y todo empieza y acaba en una plasmación inadecuada, desde la que no resulta posible iniciar ningún recorrido, no ya hacia una ubicación concreta sino ni siquiera hacia una dirección genérica. El test de una buena presentación de PowerPoint es si verdaderamente aporta algún valor añadido en la cadena de transmisión del conocimiento. En este sentido, el contenido de una diapositiva no ha de ser una mera reproducción de un texto escrito ni tampoco un diagrama ininteligible. Como señala Pilita Clark en el artículo antes mencionado, nos encontramos con un gran dilema, el de “la tendencia a confundir la complejidad con la pericia. Todo el mundo sabe que los oradores más efectivos explican las cosas de manera simple. Y todo el mundo conoce a innumerables personas de éxito que no lo hacen”.
El PowerPoint es para mí un viejo conocido, asiduo compañero de viaje, motivo de desvelos e inquietudes metainstrumentales. Hace ya algunos años publiqué un artículo a raíz de la curiosa irrupción de un partido político anti-PowerPoint (“Jaque al PowerPoint”, La Opinión de Málaga, septiembre de 2011). No parece que aquella iniciativa haya prosperado demasiado, como tampoco ha podido frenar su carrera la corriente de críticas que se remonta más de veinte años en el tiempo. El programa está instalado en más de 1.000 millones de ordenadores en todo el mundo y ya se hace rara una reunión de cualquier tipo en la que no esté presente: casi siempre está o, si no, se le espera.
Después de haber quedado ab initio maravillado ante las posibilidades que brindaba la aplicación, tras años de confinamiento (bendito confinamiento liberador) en el encerado y de recurrir al auxilio de las transparencias en el retroproyector, no he podido eludir, al cabo de los años, la presencia de una sensación ambivalente. Ni siquiera he podido evitar la tentación de renunciar a su utilización, de volver a las raíces, nunca abandonadas, para recuperar su plenitud. Ha sido en vano. El coste del uso del PowerPoint en modo alguno es desdeñable en algunos aspectos, pero el coste de no utilizarlo es considerablemente mayor.
Eso no quita para detestar la pauta imperante de la obligatoriedad de utilizar una presentación en PowerPoint en cualquier tipo de intervención, la idea de dar por hecho que toda exposición debe basarse ineludiblemente en ese tipo de soporte. No acaba ahí la cosa; a la exigencia de aportarla se une la antelación de su envío y, finalmente, la cesión para su distribución irrestricta. En el caso hipotético de que un ponente tenga la posibilidad o la osadía de declinar su uso, y lo haga, ha de afrontar el riesgo de ser visto como un bicho raro, como un representante de una especie en trance de extinción. Eso es lo que ha logrado el PowerPoint, que, en su ausencia, se perciba una sensación de oquedad, de vacío, de incompletitud. De hecho, se llega al extremo de que una de las slides de mayor utilización es la que sirve para rubricar multitud de presentaciones, con un contenido ciertamente creativo y ocurrente: “Muchas gracias”.
A medida que escribo estas líneas me voy dando cuenta de que la consideración del mundo del PowerPoint suscita múltiples perspectivas, y abre muchas vías de análisis, que darían para elaborar un tratado. No es, desde luego, el propósito que ahora me planteo en este artículo, que simplemente recoge algunas reflexiones desordenadas al hilo del publicado recientemente en el diario Financial Times (1-10-2017) por Pilita Clark, con un título muy expresivo: “¿El problema real con el PowerPoint? Somos nosotros, estúpido” (¿para cuándo un partido antiproclamadores de supuestas estupideces ajenas?).
El PowerPoint, como todo programa informático, no deja de ser un instrumento, al que se puede dar distintos tipos de uso: excelente, bueno, aceptable, deficiente o deleznable, entre otras posibles categorías. Lo mismo ocurre con el programa Word mediante el que se escriben estas líneas: el output puede ser bastante variopinto.
Recuerdo el acto de lectura de una tesis doctoral, hace años, en una universidad española, en el que el doctorando llevó a cabo su defensa utilizando una presentación de PowerPoint en la que, sucesivamente, se reproducían párrafos completos de su trabajo, que iba leyendo íntegramente. Aquello sí que fue un acto de lectura (en pantalla) en toda regla. La extrema densidad de contenidos en una diapositiva es, por otro lado, práctica habitual en las presentaciones de expertos consultores. En cambio, hay otras que ofrecen esquemas o gráficos sumamente ilustrativos y clarificadores, de gran ayuda para seguir el hilo de la exposición o para comprender aspectos clave de la argumentación.
Lo anteriormente señalado es aplicable a una presentación profesional, una conferencia académica, una exposición ante un público diverso o una clase, ya sea universitaria o no: la tecnología puede ser un eficaz aliado del discurso expositivo, para la transmisión de ideas y para el ahorro de tiempo o, por el contrario, un apéndice inconexo, inservible y contraproducente.
Algunos prestigiosos colegas universitarios se vanaglorian de no ser PowerPoint-dependientes en la impartición de sus clases, que siguen desarrollando según pautas tradicionales, a veces, eso sí, complementadas con la distribución de fotocopias de cuadros o gráficos. Por cierto, ¿constituye este recurso a la tecnología de la reproducción una desviación de los cánones?, ¿lo es escribir un texto en un programa de ordenador, en vez de a mano?
Las nuevas tecnologías crean efectivamente una diferencia. Hace años, cuanto tenía que explicar algún ejemplo numérico muy detallado, no me quedaba más remedio que copiarlo pacientemente en la pizarra. Lo mismo ocurría si se trataba de mostrar un gráfico de cierta complejidad. Las clases tenían otro ritmo y otra cadencia. Los nuevos instrumentos han potenciado enormemente la productividad. No obstante, hay que tener en cuenta el tiempo invertido (por quienes no actúan como free riders) en la preparación de los contenidos a incluir en los soportes informáticos. Y no hablemos del riesgo operativo de última hora…
Esos nuevos instrumentos han transformado los procedimientos y los requerimientos de tiempo, pero en absoluto afectan a la esencia del proceso docente, ya que los contenidos de base siguen siendo la clave. Pueden modularse las formas, las apariencias, el modo de transmisión, todo el envoltorio, pero es la sustancia de los contenidos lo que sigue siendo la piedra angular de toda labor pedagógica.
En mi opinión, no debe verse como algo problemático que a partir de unos buenos contenidos puedan elaborarse unos esquemas divulgativos apropiados. Además, desde estos últimos se puede emprender el camino inverso hasta la fuente originaria, en toda su amplitud. El problema surge cuando se carece de contenidos y todo empieza y acaba en una plasmación inadecuada, desde la que no resulta posible iniciar ningún recorrido, no ya hacia una ubicación concreta sino ni siquiera hacia una dirección genérica. El test de una buena presentación de PowerPoint es si verdaderamente aporta algún valor añadido en la cadena de transmisión del conocimiento. En este sentido, el contenido de una diapositiva no ha de ser una mera reproducción de un texto escrito ni tampoco un diagrama ininteligible. Como señala Pilita Clark en el artículo antes mencionado, nos encontramos con un gran dilema, el de “la tendencia a confundir la complejidad con la pericia. Todo el mundo sabe que los oradores más efectivos explican las cosas de manera simple. Y todo el mundo conoce a innumerables personas de éxito que no lo hacen”.
Un buen documento de PowerPoint no debe ser completamente autónomo, no debe tener vida propia sin su intérprete, pero sí debe ser capaz de servir de orientación a cualquiera que lo vislumbre.
Lo anterior no significa en modo alguno que pretenda ejercer de apóstol del supuesto uso canónico del programa. Se trata solo de reflexiones personales que ahora fluyen tras muchas horas de vuelo sin otro motor que tratar de allanar el camino, en distintos escenarios, a los receptores de contenidos.
Y, a pesar de mi acreditada condición de sostenedor no minoritario sino solitario de opiniones, no puedo dejar de suscribir la expresada por la columnista del Financial Times cuando afirma que “En última instancia, el PowerPoint y sus muchos derivados no deben ser culpados por ello [de la falta de claridad], aunque el mundo podría ser un lugar mejor si más personas hablaran sin aquellos. Hasta entonces, es mejor recordar que la cosa más importante que uno puede hacer con el PowerPoint es usarlo de una forma que ayude realmente a decir algo importante”.
La idea, la palabra, la habilidad comunicativa, el ingenio expresivo han de seguir ejerciendo su preeminencia. En lugar de convertirse en esclavos de algún programa informático, este debe quedar siempre subordinado al rango primigenio de aquellos. Si se dan las condiciones adecuadas, hay ocasiones en las que puede lograrse una alianza fructífera entre la esencia y el instrumento.