20 de mayo de 2022

La modernización del IVA europeo

 

Llegó el IVA a España precedido por una fama basada en un repertorio de virtudes tributarias que vendrían a superar las deficiencias del vetusto impuesto en cascada. Aquel año, 1985, fue un año intenso en el proceso de preparación para su implantación, de forma simultánea a nuestro acceso como miembros de pleno derecho de la Comunidad Económica Europea. El IVA encarnaba la modernización del sistema tributario, en la vertiente de la imposición indirecta, para que España pudiera incorporarse a la senda inaugurada por Francia y, posteriormente, adoptada a escala comunitaria.

A partir de los los textos hacendísticos, se conocían las ventajas teóricas del impuesto, y también las distorsiones e inconvenientes que provocan en su estructura las exenciones y los tratamientos diferenciados. La uniformidad -el mismo porcentaje del impuesto sobre el precio final de todos los bienes y servicios consumidos- era la característica clave del IVA sobre la que se erigía su superioridad técnica frente a otras opciones. Mucho ha sido el camino recorrido desde la primera codificación de IVA europeo, allá por año 1977, y no puede decirse que el rumbo elegido haya sido en pro de la uniformidad, como tampoco se ha abierto paso una armonización intracomunitaria efectiva.

Si el ideal de un impuesto uniforme, y lo menos distorsionante posible, es el de un gravamen, con un tipo relativamente moderado, sobre todos los artículos consumidos, el IVA europeo actual se aleja bastante de ese modelo. Esa es, en esencia, la tesis que sostiene Sijbren Cnossen, uno de los expertos internacionales más reconocidos, que defiende el establecimiento de un IVA nuevo, al estilo del implantado en Nueva Zelanda[1].

Es evidente que ese tratamiento implicaría una mejora en términos de eficiencia, pero no queda tan claro que se tradujera en un alivio de la carga tributaria. Las exenciones en el IVA pueden llegar a perjudicar a los consumidores, si se aplican en fases intermedias del proceso de producción y distribución de bienes, pero les benefician, en términos de cuota soportada, si se aplican en la última fase, la de venta al consumidor. La razón es sencilla: en este caso, se deja de gravar el valor añadido de la última fase.





[1] “Moderrnizing the European VAT”, CESIfo Working Papers, 8279, mayo 2020.

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