Llegó el IVA a
España precedido por una fama basada en un repertorio de virtudes tributarias
que vendrían a superar las deficiencias del vetusto impuesto en cascada. Aquel
año, 1985, fue un año intenso en el proceso de preparación para su implantación,
de forma simultánea a nuestro acceso como miembros de pleno derecho de la
Comunidad Económica Europea. El IVA encarnaba la modernización del sistema tributario,
en la vertiente de la imposición indirecta, para que España pudiera incorporarse
a la senda inaugurada por Francia y, posteriormente, adoptada a escala comunitaria.
A partir de los
los textos hacendísticos, se conocían las ventajas teóricas del impuesto, y también
las distorsiones e inconvenientes que provocan en su estructura las exenciones y
los tratamientos diferenciados. La uniformidad -el mismo porcentaje del impuesto
sobre el precio final de todos los bienes y servicios consumidos- era la característica
clave del IVA sobre la que se erigía su superioridad técnica frente a otras
opciones. Mucho ha sido el camino recorrido desde la primera codificación de
IVA europeo, allá por año 1977, y no puede decirse que el rumbo elegido haya sido
en pro de la uniformidad, como tampoco se ha abierto paso una armonización
intracomunitaria efectiva.
Si el ideal de un
impuesto uniforme, y lo menos distorsionante posible, es el de un gravamen, con
un tipo relativamente moderado, sobre todos los artículos consumidos, el IVA
europeo actual se aleja bastante de ese modelo. Esa es, en esencia, la tesis
que sostiene Sijbren Cnossen, uno de los expertos internacionales más
reconocidos, que defiende el establecimiento de un IVA nuevo, al estilo del
implantado en Nueva Zelanda[1].
Es evidente que
ese tratamiento implicaría una mejora en términos de eficiencia, pero no queda
tan claro que se tradujera en un alivio de la carga tributaria. Las exenciones
en el IVA pueden llegar a perjudicar a los consumidores, si se aplican en fases
intermedias del proceso de producción y distribución de bienes, pero les benefician,
en términos de cuota soportada, si se aplican en la última fase, la de venta al
consumidor. La razón es sencilla: en este caso, se deja de gravar el valor
añadido de la última fase.