Dejar
propina es un acto simple en su ejecución pero complejo en cuanto a sus
motivaciones. En España se trata de una costumbre arraigada. Tal vez en su
origen pudo responder a la toma de conciencia de los consumidores o usuarios de
servicios acerca de la pertinencia de contribuir a complementar una retribución
fija de los asalariados un tanto exigua. Dejar muestra de un sentimiento de
generosidad individual, enviar algunas señales, o compensar por la recepción de
un servicio adecuado o una atención esmerada pueden jugar también algún papel.
El
sistema rige en España a partir de una premisa de estricta voluntariedad; no
podría funcionar de otra manera. Ahora bien, en la práctica la costumbre se ha
convertido en ley, al menos en determinados ámbitos. No obstante, he conocido a
personas, absolutamente habilidosas e inmunes a dicha tendencia, de manera que
el saldo acumulado de las propinas concedidas a lo largo de sus vidas exhibe un
panorama lleno de ceros. En cambio, conocí, muchos años atrás, a un hombre de
ingresos modestos y de enorme corazón que adiestraba a su hijo en el arte de
dar propinas sin que se percibieran como tales. Toma y dale esta moneda -le
decía- a aquel señor, ya fuera un cobrador de autobuses, un camarero o un
peluquero, y dile que te la has encontrado en el suelo.
Las
propinas presentan numerosos aspectos de interés desde el punto de vista del
análisis económico. Inicialmente, podemos afirmar que quien da una propina está
cediendo voluntariamente una parte del denominado excedente del consumidor.
Éste es definido por los economistas como la diferencia entre el precio que un
consumidor está dispuesto a pagar por un bien o un servicio y el precio que
afronta efectivamente en el mercado.
Desde
la perspectiva de la persona que da la propina, su intención es que la suma de
dinero de la que se desprende vaya directamente, sin merma alguna, al bolsillo
del trabajador a quien desea recompensar. ¿Es estrictamente así? Al margen de
las pautas de reparto que puedan estar establecidas en cada empresa, ¿tienen
los tributos algún protagonismo en el terreno de las propinas? ¿Propina el
sistema fiscal algún castigo a las propinas?
Es
un tema que me llamó la atención hace tiempo. Un antiguo conocido que trabajaba
como crupier en el casino de Torrequebrada, conocedor de que había
iniciado mi recorrido como profesor de Hacienda Pública (poco importaba que lo
fuera en la vertiente teórica), vino a visitarme con objeto de recabar un
dictamen acerca del tratamiento fiscal de las propinas que recibía en su
ocupación. Hoy me vuelvo a encontrar con el tema en candelero, con la ventaja
de contar con algunos pronunciamientos clarificadores de la Administración
tributaria.
Aunque
a alguien le pueda resultar llamativo, lo cierto es que más de una empresa, a
lo largo de los años, ha consultado a la Dirección General de Tributos cuál es
el tratamiento fiscal que, a efectos del IRPF, debe darse a las cantidades
percibidas en concepto de propinas.
Aun
cuando la normativa del IRPF haya ido cambiando en el curso de los años, el criterio
de la Administración se ha mantenido inalterado, tanto en consultas generales
como vinculantes. Así, en consultas de 1999 (1763-99), 2003 (1866-03) y 2017
(V3095-17), aquélla sostiene que las cantidades percibidas en concepto de
propinas constituyen rendimientos del trabajo para sus perceptores, sujetos al
IRPF y a su sistema de retenciones a cuenta.
Dicha
conclusión se basa en la calificación que efectúa la Ley del IRPF de los
rendimientos del trabajo como “todas las contraprestaciones o utilidades, cualquiera
que sea su denominación o naturaleza, dinerarias o en especie, que deriven,
directa o indirectamente, del trabajo personal o de la relación laboral o
estatutaria y no tengan el carácter de rendimientos de actividades económicas”.
No
parece que quepa mucha discusión a la vista de esta contundente conclusión,
pero eso no impide expresar, si no reservas, sí algunas consideraciones. De
entrada, podría esgrimirse que las retribuciones laborales derivan de una
relación de trabajo dependiente suscrita entre un empleador y un asalariado. La
propina en realidad es un componente exógeno a esa relación laboral. Desde un prisma
económico es legítimo discutir ese carácter de rendimiento del trabajo, salvo
que la propina se considerara una parte del precio percibido por el empleador,
que, con los ingresos obtenidos, distribuye una remuneración variable entre sus
empleados.
En
cualquier caso, no podemos olvidar que el criterio fiscal tiene plena
autonomía, otorgada por la legislación, lo que le permite distanciarse de las
interpretaciones económicas.
De
no catalogarse como rendimientos del trabajo, ello no implicaría que el sistema
fiscal permaneciese ocioso. Una transferencia de dinero (sin contrapartida)
entre personas vivas sería una donación y, como tal, quedaría sometida al
gravamen del impuesto sobre sucesiones y donaciones.
Lo
que queda claro es que, si se aplica estrictamente la normativa, las propinas
han de soportar la merma del gravamen del IRPF, con lo que, bajo ese supuesto,
y siempre que prevaleciera una asignación individual, el receptor de una
propina, percibiría un importe inferior al desembolso realizado por el
otorgante.