Hasta ahora, era un firme convencido de la superioridad del capital humano entre los activos de los que puede disponer una empresa. Era una especie de mantra que repetía con una convicción absoluta, cimentada, más allá del posible influjo de una fe cuasirreligiosa en los equipos de trabajo, en una prolongada y amplia experiencia con resultados tangibles y apreciables. A lo largo de treinta años, he podido acumular un nutrido elenco de experiencias sumamente estimulantes que, según mi percepción personal, avalan con rotundidad la referida tesis. Así, cuando la he defendido, no ha sido como producto de una postura más o menos impostada, ni por una mera motivación estética, sino como reflejo de una creencia profundamente arraigada.
No es de
extrañar, pues, que la expusiera con ahínco en un seminario virtual, celebrado
recientemente, acerca de los retos para la gestión de los recursos humanos ante
el proceso de digitalización. La verdad es que no sé hasta qué punto la inteligencia
artificial va a ser capaz de captar el alma de un proyecto empresarial y de encontrar
los resortes adecuados para sacar el mayor partido de las capacidades personales.
En un equipo cohesionado, bien coordinado y con metas a corto, medio y largo
plazo, dos más dos son bastante más de cuatro.
Esas eran
algunas de mis reflexiones cuando uno de los participantes en el coloquio, miembro
de una prestigiosa consultora mundial, a quien había conocido hace años,
introdujo unas curiosas matizaciones. Puedo dar fe de que es un buen consultor,
es decir, no es consultante que no para de recabar información ni de solicitar recetas
a los supuestamente asesorados, sino que tiene iniciativa propia y capacidad
contrastada para lanzar propuestas valiosas.
En buena medida
venía a suscribir la tesis acerca de la relevancia del capital humano, pero
alertaba en el sentido de que, si la organización cuenta con un pasivo tóxico
en la primera línea jerárquica, no se desplegarán sus efectos potenciales, y la
entidad puede quedar sumida en una peligrosa deriva hacia el abismo.
No, no se
refería a los activos tóxicos, esa expresión tan elástica que vale lo mismo
para un roto que para un descosido. Ante la insistencia de algunos participantes
en una concreción, se vio obligado a narrar una experiencia al parecer acaecida
en una empresa del sector alimentario. Por encargo de los propietarios, llevó a
cabo un proceso de entrevistas individuales entre los miembros del cuadro
directivo, ante la eventualidad de la sustitución del CEO. No existía claridad
respecto a quién podría sustituirlo. Después de completado el análisis, una
postura de consenso emergió entre los entrevistados, competidores entre sí para
la posible designación: era secundario sobre quién recayese el cargo de primer
ejecutivo; lo esencial era que se produjera el cambio. En definitiva, se estaba
ante un caso en el que los niveles de incompetencia, unidos a otras lacras, son
tales que, en términos probabilísticos, resulta difícil que se puedan superar
negativamente.
Me vino a la
memoria el célebre episodio del certamen de dos rapsodas que habían de actuar
ante Nerón. Éste atendió a la interpretación del primero, e inmediatamente
adjudicó el premio al segundo, que ni siquiera tuvo que actuar.
Alguien
preguntó si ese esquema de gestión neroniano podría trasladarse al ámbito
gubernamental de una nación. En ese momento, se perdió la conexión, y me quedé
con las ganas de conocer la experta opinión del consultor.
Días más tarde,
recibí una llamada suya, en la que me aseguraba que no pretendía rebatir mi argumento,
pero consideraba que, antes incluso que identificar los activos, productivos,
neutros o tóxicos, es conveniente comprobar si en la organización existen
pasivos tóxicos en el sentido descrito. Según él, la recomendación es extensiva y válida para cualquier organización, mercantil, administrativa o asociativa.