Después de meses de espera, el lienzo, tras un proceso de restauración
y una itinerancia expositiva, había retornado a su morada efímera. Lo echaba de
menos. Por una suerte de circunstancias atípicas, el cuadro, de proporciones
más que considerables (125 x 195 cms.) acabó, en forma de préstamo transitorio,
en la estancia que ocupo -también con carácter de provisionalidad- desde hace algunos
años. Contemplar esa estampa equivale a congelar el tiempo, a dejarse llevar por
la nostalgia, a admirar la perdurabilidad del arte, y a ahondar los sentimientos
hacia la ciudad que nos ha acogido desde siempre. Semejante privilegio pudo
haber sido una especie de recompensa por haber suscitado la reposición de la lámina
a su estatus primigenio, tras verse obligada a estar en dique seco, aquejada de
importantes heridas.
Acudí presto a saludar al solitario pescador que retorna de faenar en
su barca, a repasar las siluetas de las embarcaciones, a percibir la quietud
del paisaje, a vislumbrar la ciudad al fondo, al abrigo de las montañas más lejanas.
Cuando repasaba los perfiles del malecón, el corazón me dio un vuelco.
No entendía de dónde habían surgido aquellos dos personajes, aquellas dos figuras inquietantes
que permanecían de pie junto a un árbol. No las recordaba, creía que era la
primera vez que las veía, y tenía la sensación de que no encajaban muy bien en
la escena, ni por su forma ni por su estilo. ¿Qué hacían allí?
Alarmado y confundido, recurrí al catálogo que la entidad propietaria
de la obra, Unicaja, hoy la Fundación Unicaja, había editado a mediados de los
años noventa con una muestra de su colección de pintura del siglo XIX. Allí pude
encontrar una fotografía del cuadro, en la que se apreciaban marcadas
diferencias de tonalidades y detalles respecto al original en su estado presente.
Pero lo más llamativo era que allí no aparecían los dos personajes del malecón.
No podía dar crédito a lo que estaba viendo. Las especulaciones y las conjeturas comenzaron a
dispararse en distintas direcciones más o menos verosímiles, algunas quizás disparatadas, pero una costa era
cierta: me encontraba ante un intrincado misterio, que podía encerrar algunas
claves ocultas.
Según parece, durante un largo período, las obras pictóricas de determinados
artistas de la segunda mitad del siglo XIX, según la aristocracia técnica
competente, habían quedado sumidas en una fase de desatención e ignorancia,
cuando no de desprecio. El proceso de reconsideración, redescubrimiento y
reconocimiento fue bastante largo. Es algo que soy incapaz de entender, cuando
admiro las creaciones de artistas como Verdugo Landi, Blanco Coris, Casilari,
Florido Bernils, Gartner de las Peñas, Grarite, Labrada, Loubère, Muñoz
Degrain, o Rojo Mellado, algunas de las cuales integran la referida colección -espléndida colección- pictórica.
Entre ellas se encuentra el cuadro del Puerto de Málaga que Guillermo
Gómez Gil pintó en el año 1889. Según se recoge en el mencionado catálogo de la
exposición, comisariada por Alfonso Canales, Baltasar Peña afirmó que “ningún otro
pintor malagueño ha conseguido tan constantemente los efectos luminosos del sol
y de la luna sobre las aguas”. 131 años
después, sigue siendo impresionante apreciar los reflejos y las tonalidades en las apacibles aguas del antiguo Puerto.
Por aquel entonces, según recogía el diario "La Unión Mercantil", en su edición de fecha 21 de enero de 1889, Málaga ya se postulaba como "ciudad [que] puede servir de estación de invierno con ventaja a muchos de los más renombrados puntos de Europa... La propaganda del clima de Málaga puede hacerse fácilmente, sin más trabajo que el de hacer comparaciones" (Archivo del Museo Unicaja de Artes y Costumbres Populares -legado Díaz de Escovar).
En su momento, consulté con algunos expertos cuál podía ser la explicación
de la misteriosa aparición de las extrañas figuras. No tuve más remedio que aceptarla,
pero la verdad es que no quedé muy convencido. No puedo desechar la idea de que
en ellas se esconde algún secreto. Espero poder desentrañarlo antes de que el
lienzo se traslade a una ubicación a la altura de su dimensión histórica y de su
valor artístico.