6 de noviembre de 2020

Clase con vistas y vistas con clase: el redescubrimiento de la Catedral de Málaga

 


A finales de septiembre retornamos, intermitentemente, a las aulas, que habían permanecido vacías durante más de seis meses. Vuelvo al aula dedicada a Paul A. Samuelson, que no frecuentaba desde el curso pasado. ¿Cuántos estudiantes de todo el mundo se habrán formado en las páginas de su manual, del manual de Economía por antonomasia? Decir manual de Economía es decir Samuelson, el Samuelson. Mi padre me lo compró en el año 1975 en la librería Ibérica, en la Calle Nueva. Todavía conservo el sufrido ejemplar.

De niño, siempre quise trabajar en una librería. Realmente llegué a tener la oportunidad, pero no pude aprovecharla. Cuando tenía quince años, el dueño de la Librería Imperio, uno de los símbolos añorados de la Calle Larios, me propuso incorporarme a su establecimiento, pero, a mi pesar, no pude aceptar la oferta. Por aquel entonces ya tenía alguna que otra ocupación. Se lo agradecí enormemente, y ha sido quizás la oferta laboral de la que me he sentido más orgulloso y más he apreciado a lo largo de mi vida.

Tampoco, en honor a la verdad, puedo decir que haya tenido un exceso de ellas. Una de las más sorprendentes fue la que, hacia mediados de los años ochenta, me hizo un pequeño empresario radicado en Málaga, con el que había tenido la ocasión de conversar en un viaje de avión desde Madrid a mi ciudad. Tan desconcertado me quedé que dudaba de que fuera una proposición cierta, y que incluso llegó a hacer extensiva a algún miembro de mi familia. En el fondo, quiero creer que fue sincero, ya que ello podría ser indicativo -ilusorio- de que al menos ha habido una persona a la que, probablemente de forma equivocada e infundada, causé una buena impresión. En cualquier caso, como tantas otras veces, lamento no poder expresar ahora mi agradecimiento, que ha pervivido a lo largo de los años, a esas personas.

También siento agradecimiento, cómo no, hacia quienes me abrieron las puertas para que, en el año 1981, pudiese incorporarme, como profesor ayudante, a la Facultad de Económicas de Málaga. Aunque no hayan sido pocos ni las decepciones ni los sinsabores acumulados en el curso de los ya casi cuarenta años transcurridos desde entonces. También, por supuesto, han sido considerables las satisfacciones, las más valoradas, las alojadas en un apartado rincón del alma, desprovistas de toda clase de oropeles.

Incluso en esta fase tardía de la trayectoria podemos encontrarnos con sorpresas agradables, llenas de connotaciones simbólicas y emocionales. Entrar en la clase y percibir la imagen de la Catedral de Málaga -ahora redescubierta tras la desaparición de algunas barreras visuales- es una dicha inmensa, al tiempo que aflora un pasivo más que imputar al terrible coronavirus, en este caso por su ataque fulminante a las actividades docentes presenciales.

Majestuosa, allá a lo lejos, tan cerca, se alza su silueta inconfundible y cautivadora.

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