Cuando yo era niño, en una
sociedad que había vivido o heredado el miedo a la penuria y a la escasez, el
ideal que se proyectaba era el de la búsqueda de un trabajo para toda la vida.
Desarrollar toda la trayectoria laboral en el seno de la misma empresa no era
nada infrecuente. Con el paso del tiempo, al amparo de las mutaciones
tecnológicas, fueron cambiando los paradigmas. Poco a poco, fue extendiéndose
la noción de que había que desterrar los matrimonios de ciclo vital con las
empresas y de que, en su lugar, los componentes de la población activa debían
estar mentalizados, y prepararse adecuadamente, para ir saltando de una
ocupación a otra, y de una organización a otra. La adaptabilidad se convertía
en una exigencia de las nuevas dinámicas económicas.
A pesar de ello, difícilmente a
algún integrante de aquellas antiguas cohortes de trabajadores se les podía
pasar por la mente ni siquiera la imagen de disfrutar de un año sabático en los
años centrales de su andadura profesional. Igualmente, a aquellas veteranas
generaciones les parecía lo más normal participar en procesos de selección en
los que las empresas buscaban aquellos perfiles más aptos para sus necesidades
específicas.
El panorama ha cambiado de manera
radical. Hoy tiende a convertirse en algo normal que jóvenes profesionales,
antes de alcanzar la edad de 40 años, planeen, o incluso hayan realizado ya, un
alto en su camino para disfrutar de un prolongado período vacacional. De igual
forma se han alterado los esquemas de relación entre profesionales y empresas.
Ya no son éstas las que eligen a los primeros, sino éstos los que seleccionan a
las empresas, entre otros factores, por sus paquetes de beneficios sociales,
estilos organizativos o culturas corporativas imperantes. No obstante, ese
poder de mercado no está generalizado dentro de la clase trabajadora, sino que
queda reservado para algunas categorías diferenciadas que gozan de una elevada
demanda.
Algunos de los profesionales que
se decantan por abrir esos paréntesis lo hacen, no por mero divertimiento, sino
con el propósito de buscar respuestas a cuestionas profundas relacionadas con
sus carreras. Como resultado de todo ello, son cada vez más las compañías que
ofrecen períodos sabáticos como beneficio laboral.
De esto se hace eco Claer Barrett,
quien recomienda llevar a cabo algún tipo de análisis coste-beneficio antes de
embarcarse -quien pueda permitírselo- en un año sabático[1].
No obstante, realiza algunas reflexiones al respecto: “La creciente esperanza
de vida y los menguantes ahorros para el retiro implican que todos hemos de
afrontar la realidad de tener que trabajar durante más tiempo. El reciclaje o
la inversión en adquirir nuevas habilidades podría garantizar el potencial de
ingresos. En lugar de pensar si podemos permitirnos tomar algún tiempo para
meditar sobre estas cosas, debemos preguntarnos si podemos no permitírnoslo”.
Así expuesta, la reflexión última
parece muy pertinente, pero no por ello debe dejarse de delimitar claramente
algunas preguntas superpuestas: ¿Qué debe considerarse lo primordial, meditar
sobre el futuro profesional, o adoptar acciones para adaptarse efectivamente al
entorno? ¿Hay garantía de que ambos procesos van encadenados? ¿Hay que
contentarse con el logro de un “efecto Camino de Santiago” puro, sin un
programa futuro de actuación concreta?... Y, lo que no deja de ser lo más
significativo: ¿Quién puede realmente tomar un año sabático? ¿Puede convertirse
en un nuevo elemento de segmentación y discriminación dentro del mercado
laboral?