Puede
que el tiempo admita ser medido de forma objetiva y exacta, pero cada uno de
nosotros está dotado de un cronómetro personal que, además, no respeta siempre
la misma cadencia. Esta se va alterando con el paso de los años, y se ajusta al
alza o a la baja a tenor de las circunstancias -de gozo, sufrimiento o
indiferencia- vividas en cada momento. Hay también un factor exógeno que ejerce
en la práctica una gran influencia sobre la percepción del transcurso del
tiempo y sobre el estado de ánimo para afrontarlo.
Quien
se haya visto atrapado en un colapso de tráfico multikilométrico, desamparado
en una estación de ferrocarril o en un aeropuerto sin conocimiento del alcance
del retraso en la salida programada, o en otra situación equivalente, conoce
perfectamente la influencia ejercida por la incertidumbre. Ante una situación
de bloqueo, el conocimiento de la duración efectiva de la inmovilidad forzada llega
a adquirir más importancia que la propia duración de esta.
Es
lo que, en resumidas cuentas, viene a contar Tim Harford en su última columna
semanal del Financial Times, a raíz de una experiencia personal reciente[1].
Incluso aunque las condiciones de un medio de transporte no sean las idóneas,
“el problema, en esencia, no [es] el viaje; [es] el hecho de guardar cola y esperar
y, más que nada, la ansiedad de no saber”. A este respecto, cita un estudio
según el cual, subjetivamente, un minuto de espera equivale a tres de viaje:
“el tiempo vuela cuando uno está viajando, pero se frena cuando se está
esperando”. De todas formas, el vuelo puede ser cierto en términos comparativos,
pero deja de serlo para convertirse, en algunos casos, en una experiencia
penosa, como cuando hay que afrontar un largo trayecto en condiciones
precarias.