En
los anaqueles de los libros olvidados debe siempre haber un sitio reservado
para las obras de la literatura romántica victoriana. En una etapa marcada por
incesantes convulsiones y turbulencias, su lectura ofrece un remanso de paz y
sosiego, la oportunidad de un traslado instantáneo a otra época y a otros
patrones de pensamiento y conducta. En ella nos encontramos historias
arrebatadoras en las que no faltan dosis de intriga y misterio, además de ser
una fuente muy apreciada para captar las desigualdades sociales existentes, y
tasar en términos económicos la posición de demandantes y oferentes de
proposiciones matrimoniales. También, en no pocas ocasiones, interesantes reflexiones
filosóficas relativas a conductas que se mantienen incólumes al paso del
tiempo.
Una
de esas piezas la hallamos en un corto relato de William M. Thackeray, el
afamado autor de “La feria de las vanidades”. En “La mujer de Dennis Haggarty”
recoge la siguiente digresión al hilo de la descripción de uno de los
personajes[1]:
“En algunas personas hay cierta cualidad que va más allá de cualquier consejo,
orientación o enmienda. Limítense a dejar que un hombre o una mujer tengan la
NECEDAD suficiente y no necesitarán inclinarse ante ninguna autoridad. Para un
necio no hay nadie mejor que él; un necio es incapaz de ver que está
equivocado; un necio carece de escrúpulos, está seguro de gustar, de tener
éxito, de obrar correctamente; los sentimientos ajenos le son indiferentes,
sólo se respeta a sí mismo. ¿Cómo hacerle comprender a un torpe su torpeza? Una
persona así es tan incapaz de ver su necedad como sus orejas. Y la gran virtud
de un necio es estar siempre satisfecho de sí mismo”.
¿Qué
cabe decir o hacer después de semejantes manifestaciones y veredictos?
[1]
En “Cuentos de amor victorianos”, selección y traducción de Marta Salís, Alba
Editorial, 2004 (la palabra en mayúsculas aparece así recogida en el texto original).