Han pasado ya algunos meses desde
que recogía estas frases -con subrayado añadido- acerca de la justicia impositiva[1]:
“¡Cuánta diferencia en la
propiedad! Codiciada por todos, no está reconocida por ninguno. Leyes, usos,
costumbres, conciencia pública y privada, todo conspira para su muerte y para
su ruina. Para subvenir a las necesidades del Gobierno, que tiene
ejércitos que mantener, obras que realizar, funcionarios que pagar, son
necesarios los impuestos. Nada más razonable que todo el mundo
contribuya a estos gastos. Pero ¿por qué el rico ha de pagar más que el pobre?
Esto es lo justo, se dice, porque posee más. Confieso que no comprendo esta
justicia”.
Como se señalaba entonces, cuesta
trabajo asimilarlas sin más, conociendo el perfil de quien las proclama, por lo
que puede ser arriesgado extraer conclusiones precipitadas. No es para menos,
si tenemos en cuenta que la cita proviene de la obra “¿Qué es la propiedad? Investigaciones
sobre el principio del derecho y del gobierno”, de P. J. Proudhon.
En ella se afirma: “El pueblo,
finalmente, consagró la propiedad... ¡Dios lo perdone, porque no supo lo que
hacía! Hace cincuenta años que expía ese desdichado error. Pero ¿cómo ha podido
engañarse el pueblo, cuya voz, según se dice, es la de Dios y cuya conciencia
no yerra? ¿Cómo, buscando la libertad y la igualdad, ha caído de nuevo en el
privilegio y en la servidumbre?”.
Y también esto otro: “Porque
si la propiedad es de derecho natural, como afirma la Declaración de los
derechos del hombre, todo lo que me pertenece en virtud de ese derecho es
tan sagrado como mi propia persona; es mi sangre, es mi vida, soy yo mismo.
Quien perturbe mi propiedad atenta a mi vida. Mis 100.000 francos de renta son
tan inviolables como el jornal de 75 céntimos de la obrera, y mis confortables
salones como su pobre buhardilla. El impuesto no se reparte en razón de la
fuerza, de la estatura ni del talento; no puede serlo tampoco en razón de la
propiedad. Si el Estado me cobra más, debe darme más, o cesar de hablarme de
igualdad de derechos; porque en otro caso, la sociedad no está instituida para
defender la propiedad, sino para organizar su destrucción. El Estado, por el
impuesto proporcional, se erige en jefe de bandidos; él mismo da el ejemplo del
pillaje reglamentado”.