En una entrada anterior
de este blog se reflexionaba en torno a las clases con vistas y a las vistas
con clase[1]. La
experiencia indica que también hay vistas sin clase.
Me comenta una persona
allegada que su hija, que estudia en una Universidad francesa, ha tenido que
alterar su plan de viaje vacacional, puesto que ha sido convocada a una presentación
en clase, a principios de enero. Podría faltar, pero ha decidido no hacerlo. En
su centro existe una norma según la cual, si acumula más de 15 horas de faltas
a clase durante todo el curso, empiezan a aplicarse determinadas penalizaciones
académicas.
Al menos
teóricamente, el control de la asistencia efectiva a las sesiones docentes
parecería lógico ante la noción de “haber académico” en la que se sustenta el
enfoque metodológico del Espacio Europeo de Educación Superior. Las horas lectivas
son un componente de dicho indicador. No obstante, en algunas Universidades no
se sigue en la práctica ninguna regla similar a la apuntada. Aunque es innegable
que una asistencia a clase meramente pasiva -no digamos si la asistencia
equivale a una ausencia mental, autónoma o auxiliada por dispositivos electrónicos-
no aporta mucho, es llamativo el elevado número de estudiantes que deciden
libremente obviar las clases presenciales. Y ello pese a que durante la fase más
aguda de la pandemia del coronavirus se manifestara la añoranza por no poder
llevarlas a cabo.
Hace varias
décadas, en una época supuestamente más atrasada, eso era algo completamente
inconcebible. Una hora de clase de la misma materia y en las mismas condiciones
de contenido implicaba entonces, en atención al número de asistentes
voluntarios, una mayor producción que actualmente. Las cuentas económicas
nacionales, dado que se basan en los costes incurridos, no registran ninguna diferencia.
Pero la falta de aprovechamiento de las actividades académicas -supuestamente
valiosas-, a tenor de su carácter de servicio colectivo, implica un despilfarro
en sentido económico. Tal vez el hecho de que la mayor parte del coste sea
soportada por el sector público pueda ser uno de los factores explicativos de
comportamientos poco comprensibles.
Si en fechas
ordinarias el fenómeno descrito es ya patente, en vísperas navideñas puede
llegar a alcanzar cotas insospechadas: la producción, en términos económicos,
puede ser incluso totalmente nula. Y todo ello sin hablar de los costes de oportunidad…
“Triste y sola
se queda la escuela, triste y llorosa se queda la facultad”… A veces, no es
sólo la facultad la que se queda triste y llorosa.