Durante bastante
tiempo, el éxito de las cajas de ahorros españolas se atribuía en alguna medida
a que habían logrado llevar a la práctica de manera eficaz un concepto conocido
a través de un horrendo vocablo, “coopetencia” (= “Cooperación” + “Competencia”).
La combinación de un sistema centralizado de prestación de numerosos servicios[1], a
través de una potente organización, la CECA (Confederación Española de Cajas de
Ahorro), con una competencia abierta en la prestación de servicios bancarios
permitía que muchas entidades, incluso aquéllas de reducido tamaño, pudieran
llevar a cabo una destacada labor de intermediación financiera y otra de
carácter social, cultural y asistencial. Hoy día subsisten sólo dos cajas de
ahorros genuinas, las que tenían justamente un menor tamaño, y se mantiene la
CECA, acompañada por Cecabank, como banco especializado en la prestación de
servicios financieros a entidades privadas y públicas en general.
El recuerdo es
inevitable al constatar la tendencia observada en el Reino Unido según la cual
bancos rivales comparten oficinas a fin de ahorrar dinero. Las semejanzas con
la “coopetencia” son palpables, si bien esta nueva práctica responde a una
motivación diferente, la ineludible necesidad de reducir costes -y/o aumentar
los ingresos- para poder seguir manteniendo la oferta de servicios a través de
oficinas tradicionales.
La gran crisis
económica y financiera internacional de 2007-2008, unida al impacto del proceso
de transformación digital, con el agravante de los cambios de hábitos impuestos
por la pandemia de la Covid-19, han menoscabado enormemente el papel de las
oficinas físicas. Otros factores han influido igualmente, sin que haya que
olvidar la incidencia de las entidades con fuerte componente tecnológico que
prescinden totalmente del contacto físico para la prestación de sus servicios.
De una situación caracterizada por la crítica a una excesiva densidad bancaria,
hemos pasado a otra en la que se denuncia un acusado déficit en determinadas
zonas -no sólo rurales- y para atender a ciertos colectivos poblacionales no
adaptados al mundo digital[2].
En el Reino
Unido, seis de los mayores bancos han acordado extender un programa piloto consistente
en compartir servicios de atención presencial en un “Bank Hub” operado por la
Oficina de Correos. Existen limitaciones sobre las operaciones que pueden
hacerse en una oficina compartida, en la que, por ejemplo, los clientes no
pueden solicitar un préstamo hipotecario[3].
Una cuestión clave
es cómo deben distribuirse los costes de mantenimiento de las oficinas
compartidas. ¿Debe haber una contribución generalizada de todo el sector,
incluidos los bancos digitales? ¿Deben establecerse comisiones por los servicios
prestados? ¿Podría estar justificada alguna colaboración pública, directa o indirecta?