12 de agosto de 2024

Un nuevo milagro en el verano

 

Machado (Antonio) cantó los milagros de la primavera, estación propicia para la transformación y la vida, para el renacimiento. Tal vez por eso los milagros primaverales resultan menos sorprendentes que los que, con cuentagotas, acaecen, o quizás se ensueñan, durante la canícula. Tanto que a veces no llegamos a estar seguros de que no fueran sino meros espejismos[1].

En la tierra yerma, abrasada por el sol, sedienta, ya casi sin esperanza, me pareció ver una bonita flor cuyos pétalos se mecían al ritmo de los vaivenes del terral. No supe si se trataba de una imagen real o, tal vez, del producto de alguna alucinación pasajera. De estos pensamientos me sacó la voz de mi acompañante, quien me decía que el termómetro del coche marcaba 43,5º C. Impactado por semejante guarismo, no me atreví a narrar mi experiencia visual, pero procuré recordar el lugar donde creía haberla tenido. Ahora, la prioridad era saber cuál sería el máximo que alcanzaría la temperatura. Decididamente, con tales registros se antojaba imposible que una flor de tal belleza y esplendor pudiera siquiera subsistir.

Cuando aún era un niño, a mediados de los años sesenta, los mayores decían que, cuando soplaba el terral, lo mejor -si se podía- era no salir de casa. Había que bajar las persianas, y tumbarse en el suelo. En algunos barrios ni siquiera se conocía el concepto de aire acondicionado. El agua se enfriaba en el botijo, extraordinario invento patrio. Las neveras eran un aparato de ciencia-ficción, por lo que había que ir a buscar el hielo a las expendedurías especializadas, no muy abundantes. A altas horas de la noche, las familias salían a la calle, provistas de sillas y de utensilios domésticos, a la espera del vendedor de chumbos. La noche era larga, el calor sofocante…

Había caído la tarde, aunque muy poco la temperatura, y me dispuse a regresar al sitio donde creía haber visto la flor. No sin algunas dudas, di, por fin, con él. La decepción fue considerable. En lugar de unos pétalos refulgentes, me encontré con lo que asemejaba ser un cáliz contraído y mustio, en plena agonía. De pronto, sonó el teléfono móvil. La llamada provenía de un número oculto, por lo que no me aventuré a contestarla.

Alguien tocaba en mi hombro. Desperté, y vi, sin que pudiera entenderlo, que estaba en la habitación de un hospital. Una joven con uniforme de enfermera me dijo que la crisis (¿crisis?, ¿qué crisis?, ¿cuándo no ha habido una crisis?) había pasado ya, y que ya podía regresar a la residencia. Desde la terraza de la habitación puedo ver el frondoso árbol donde, a veces, me cobijaba para recordar el pasado. Vi que, en el correo electrónico, tenía un mensaje, acompañado de una fotografía. El remitente, que firmaba como Reinaldo Ortigosa, decía lo siguiente: “Cuando menos te lo esperes, en el hibisco hallarás otro milagro del estío. Tendrías que haber aprendido de él. A pesar del hostigamiento del ambiente, es capaz de rehacerse y de ofrecer su belleza, apacible y deslumbrante”.


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