“… olmo,
quiero anotar en mi cartera la gracia de tu rama verdecida. Mi corazón espera
también, hacia la luz y hacia la vida, otro milagro de la primavera” (Antonio
Machado).
Me aventuré
esa mañana a salir a la calle. Aún era temprano, pero el calor era ya
sofocante. Al llegar al parque del barrio me encontré con Marcelo. Pese a ser sábado,
allí estaba, como casi siempre, esmerándose en el cuidado de sus plantas. Me
recuerda a Gabriel, el ejemplar y entrañable jardinero del edificio del
Rectorado en el Ejido y de la Facultad de Económicas. Hace tiempo que nos dejó,
pero lo sigo recordando con gran afecto y admiración.
Desde que
leyó la entrada de este blog dedicada a la strelitzia que él plantó, Marcelo se
muestra entusiasmado al mostrarme los resultados, a veces asombrosos, de sus
habilidades y conocimientos botánicos. Esta vez presentía, por su actitud, que
me tenía reservada una sorpresa considerable.
Hacía tiempo
que no veía tan bella planta, asociada tradicionalmente a la flora malacitana,
pero que, seguramente por una excesiva concentración de hábitos urbanos y una ausencia
total de paseos por zonas apropiadas, casi había dado por extinguida. No sé si por
este motivo, o tal vez por la intensidad de la implacable época estival, el
impacto visual y sensorial fue mayúsculo.
Sobrecogido
por tanta belleza, no pude evitar creer que estaba viviendo algún tipo de espejismo
provocado por la insolación. Aturdido, me dispuse a sacar una fotografía, pero me
di cuenta de que no llevaba el teléfono móvil. Tampoco Marcelo, que se resiste
a utilizar -afortunado él- este tipo de aparatos. No pasaba nadie por el parque,
y quedé sumido en la desesperación, porque estaba convencido de que la imagen
no era real o de que, en el mejor de los casos, tendría una vida muy efímera.
Casi había
tirado la toalla cuando vi que alguien, a paso veloz, se acercaba a nosotros.
Parecía que era Edmundo, y alzaba la mano mostrando un celular. Era mi
salvación.
Pude sacar la
foto, pero mientras lo hacía tomé conciencia de que en mi barrio no había
ningún parque. Me encontraba solo. Entonces llegó la enfermera para decirme que
no debería adentrarme solo en esa zona del jardín de la clínica, y que era la
hora del reconocimiento médico.
Después de
rogarle mucho, Elisa accedió a enseñarme la foto. Al día siguiente acudí al
mismo lugar, pero no localicé a Marcelo, ni tampoco ningún rastro de la
plumaria.