Comienza hoy la Feria de Málaga. Como en otros
eventos lúdicos, es posible que, también este año, se suscite algún debate
acerca de cómo proceder para contener las “externalidades” negativas derivadas
de un consumo “más allá de las capacidades fisiológicas” de determinadas bebidas
espirituosas. En algunos lugares, no ya en eventos señalados, sino en rutinas
semanales, se han producido algunas situaciones delicadas. Es bien conocido el
caso acaecido hace algunos años en Inglaterra, donde llegó a requerirse a los
responsables familiares el pago de costas por el uso de servicios médicos
prestados a allegados menores de edad. Raro es el bien que sea estrictamente
individual y no tenga efectos externos. Y no es infrecuente que en una misma
actividad confluyan externalidades de signo positivo con otras de signo
negativo.
La autorregulación es, sin duda, el mejor
procedimiento ante todo tipo de conductas con algunas posibles consecuencias
sociales. Sería la solución ideal, que haría innecesaria cualquier intervención
pública. En un mundo menos idealizado, la regulación, ya sea pública o de carácter
social, parece imprescindible. Lógicamente, toda regulación, para ser efectiva,
precisa de algún mecanismo garante de su cumplimiento. Dependiendo de la naturaleza
de las infracciones o incumplimientos, puede recurrirse, básicamente, a
sanciones, pecuniarias o no pecuniarias, a tasas compensatorias de los costes
sociales, o a otro tipo de gravámenes específicos. En algunos países, ya se
sabe, se ha empezado a implantar una especie de carné de puntos digital de “buen
comportamiento” (por favor, defina qué se entiende por “buen comportamiento”).
La utilización de impuestos, de fundamentación pigouviana, va encaminada a
gravar el consumo, encareciendo su precio, con independencia del comportamiento
posterior. En España, se aplica, como en toda la Unión Europea, el impuesto
sobre el vino, aunque con un tipo de gravamen nulo.
Aunque quede abierta la puerta para el estudio
de propuestas formales, cabe también la posibilidad de encontrar un rato de diversión
sin necesidad de verse acompañado de algún caldo, que, más allá de un umbral,
puede llegar a alegrar el espíritu a costa, tal vez, de nublar la mente. Los “Bandos
divertidísimos contra los borrachos y borrachas, y gente aficionada al vino”, emanados
de la hábil pluma de Agustín Laborda (1714-1776) (Biblioteca Virtual Miguel de
Cervantes), nos ofrecen esa refrescante e hilarante posibilidad.
El autor de dicho opúsculo, impresor afincado
en Valencia, que, hace más de dos siglos y medio, ya empleaba el lenguaje
inclusivo, se decanta claramente por un pormenorizado sistema de multas,
adaptado a “cada especie de borrachera”. La pena llega a cuantías pecuniarias
máximas en el caso de quienes la “cogen de gorra, pegote y moscón”, pero se
alcanza un grado extremo respecto a quien la “coge vomitón”, supuesto en el que
se prevé la confiscación de bienes, y diez años de presidio”, aunque “por no
saber tener tan estimado y sabroso licor”. El “arancel para las monas femeninas”
contempla cuantías dinerarias menores, pero, en determinados supuestos, se
prevén penas de confiscación, e incluso (cuando se “pagare a cualquier hombre
el mollate”) la condena a la hoguera.
Por lo que se ve, los menores de los edictos, “su
Mostrosidad, Galvano Amárgale el Agua, y “La Gobernadora y mayor mona, Doña
Churruzca Sarmiento de la Uva”, no tenían conmiseración alguna.