Es
Adam Smith una figura incómoda, a pesar de los estereotipos. Tanto para los
críticos del liberalismo y del mercado, como para los defensores a ultranza de
la “mano invisible”. La lectura de “Teoría de los sentimientos morales” [1]
puede dejar completamente desarbolado a quienes, en un exceso de simplificación,
se centran exclusivamente en sus proposiciones más difundidas, especialmente si
se prescinde de cualquier contextualización. Y, de hecho, a todo aquél que considera
que se rige por motivaciones sociales lo coloca ante un espejo de perfiles bien
definidos del que no es fácil salir bien parado.
“Humanidad,
justicia, generosidad y espíritu público, son las cualidades de mayor utilidad
para los demás”, opina el autor de “La riqueza de las naciones”. Para éste, “la humanidad consiste meramente en el exquisito
sentimiento hacia el prójimo, que el espectador abriga respecto del sentimiento
de las personas principalmente afectadas, de tal modo que llora sus penas,
resiente sus injurias y festeja sus éxitos”.
Prosigue su
discurso ético señalando que “Jamás se es generoso sino cuando de algún modo
preferimos otra persona a nosotros mismos, y sacrificamos algún grande e
importante interés propio a otro igual interés de un amigo o de alguien que es
nuestro superior”.
El espíritu público
no encuentra una expresión directa, pero queda claramente vinculado conceptualmente
a la anteposición de un proyecto colectivo, como una nación, al interés y a la situación
individuales.
En todo caso,
apunta que “La propiedad de la generosidad y del espíritu público se funda en
el mismo principio que en el caso de la justicia”.
Con
independencia de cómo se concreten las definiciones, parece claro que la toma
en consideración de esos cuatro ingredientes como guía espiritual tendería a
mejorar grandemente los resultados de la “mano invisible”, y también los de la “mano
visible”.