El
denominado “sesgo de la publicación” nos lleva a forjarnos opiniones acerca de
los acontecimientos y de las personas en función de la información que se
muestra, mientras que la que permanece oculta o soslayada, a pesar de que puede
ser sumamente relevante, no ejerce ningún efecto. Con carácter general, el sesgo
-o, más concretamente, la falta de conocimiento- está detrás de muchas de las
percepciones que tienen una gran influencia en los comportamientos grupales. La
información fidedigna, completa y veraz es un bien colectivo de enorme trascendencia
cuya oferta está muy lejos, no ya del nivel óptimo, sino de unos estándares
asumibles. No sólo por el efecto de posibles manipulaciones o distorsiones
intencionadas, sino por la complejidad de abarcar un conocimiento suficiente del
gran abanico de cuestiones básicas.
El
afloramiento de facetas poco o nada conocidas de personajes históricos o de
hechos acontecidos llega a veces a hacer tambalear las ideas preexistentes. Hasta
tal punto de que, a veces, surge una resistencia a aceptar las nuevas imágenes
percibidas.
Es
lo que ocurre cuando alguien aporta evidencias de que uno de los filósofos que
encarnan más acusadamente el espíritu estoico tenía “una avaricia desenfrenada”:
“Al fin y al cabo, el mismo […] que ensalzaba la virtud por encima de la riqueza
amasó una enorme fortuna gracias a sus servicios al emperador Nerón. Poseía
varias fincas y muchas villas, y entretenía a lo grande a suma invitados”. Conocido
con el apodo de “superrico”, “era un usurero de lo más codicioso”.
Cuesta,
desde luego, bastante hacerse a la idea de que ese magnate, que, además, en uno
de sus escritos, criticaba duramente la avaricia, fuera el autor de las cartas
a Lucilio. En la obra “El precio del tiempo”, Edward Chancellor provoca un
estremecimiento a los admiradores de uno de los más grandes representantes del
estoicismo. ¿Habría que considerarlo como “exestoico”? (en diferente acepción a
la de “extoikos”).