Es
una de las decepciones más frustrantes que puede sufrir un lector.
Inesperadamente, descubre una proyección cinematográfica que lo cautiva. El
entusiasmo y la expectación crecen cuando se entera de que la historia que ha
visto en la pantalla tiene su origen en una obra literaria. El razonamiento no
se hace esperar. Si la traslación cinematográfica es magnífica, cómo debe de
serlo el texto original. Qué mejor indicio para adentrarse en la lectura de un
libro que un aval, ya comprobado, de un relato necesariamente comprimido y sujeto
a inevitables limitaciones.
Por
fin, tiene el libro entre sus manos y da inicio a lo que se espera como una aventura
apasionante. ¿Habrá habido alguna confusión?, se pregunta, confundido, a medida
que avanzan las páginas y se agranda el abismo entre la expectativa y la inamovible
realidad de la letra impresa. Aturdido, se ve incapaz de encontrar una explicación
lógica. Es entonces cuando empieza a tomar conciencia de la eficacia de un buen
guion cinematográfico y de los atributos inherentes a la gran pantalla. El cine
se muestra como una criatura capaz de derrotar en toda regla a la literatura.
La percepción quizás podría haber si otra, de no haber contado con el
antecedente visual, pero ya no hay remedio.
Respecto
al autor de algunas obras de intriga ponderadas en este mismo espacio, incluso
con entregas distintas, sin tales antecedentes, la experiencia ha sido reiterada
en ese sentido. Pero también se ha dado, eso sí, con el sesgo de la
grandiosidad de las producciones cinematográficas, con novelas de reputados
novelistas del siglo XIX.
Nada
de eso ocurre, sin embargo, con la protagonizada por un famoso hidalgo. Sus
páginas incorruptibles siguen ofreciendo un refugio sin igual.