Lucy
Hawking ha continuado la labor de difusión de los secretos del Universo que,
con gran éxito editorial, comenzara su padre, el profesor Stephen Hawking. Con
su “Breve historia del tiempo” convirtió en físicos de andar por casa a una buena
parte de la población del planeta. Con el libro “Descifrar el Universo”, que exhibe
la firma de ambos (HarperCollins, 2020; 2024, en versión española), prosigue
esa impagable labor. En la contraportada de la edición española se afirma que dicha
obra “es la guía perfecta para conseguir entender el universo”.
Sus
contenidos son auténticamente reveladores e impactantes. Respecto al ‘Big Bang’,
se afirma que “en aquel entonces [en este momento tan temprano de su
existencia], toda la materia que vemos hoy día estaba embutida en un espacio
mucho más pequeño que un átomo”. Si seguimos leyendo, pronto nos encontramos
con la inflación (la cósmica: ¿quién decía que era difícil de explicar la inflación
mundana, la de los precios de los bienes?): “Cuando se produce el Big Bang, esa
materia exótica muy caliente se expande a medida que crece el espacio que llena…
El universo temprano sigue siendo mucho más pequeño que un átomo. Uno de los
cambios en el fluido causa un aumento extraordinario en la velocidad de su
expansión (la inflación). El tamaño del universo se duplica una y otra vez
hasta que se ha multiplicado por dos unas noventa veces, creciendo así de una escala
subatómica a una humana. Igual que cuando sacudes el edredón para alisarlo, su
enorme expansión aplasta cualquier bulto en la materia…”.
El
Bing Bang debió de ser muy rápido, pero no lo fue tanto la aceptación científica
de esa teoría explicativa del origen del Universo. En caso de respaldarse, se
desprendería que todo comienza con el Big Bang, no hay un antes, lo que vendría
a quebrantar la noción de la existencia de un Universo eterno. Esta visión era
bastante determinante en el sentido de evitar la necesidad de plantear la
cuestión de su creación.
El
Big Bang cósmico fue también una gran convulsión en el ámbito científico. Robert
W. Wilson, Premio Nobel de Física, uno de los descubridores de ese hito, afirma
que “si… como sugiere la teoría del Big Bang, el Universo tuvo un comienzo, no
podemos evitar esta pregunta [la cuestión de la creación]”. Y añade que “nuestro
descubrimiento hizo añicos la creencia según la cual el Universo no tenía comienzo
ni fin”.
Lo
hace en el prólogo de una obra de un contenido aparentemente desconcertante: “Dios,
la ciencia, las pruebas – El albor de una revolución”, de Michel-Yves Bolloré y
Olivier Bonnassies (Ed. Funambulista, 2023).
Era conocido como Alberto Extremera, pero realmente nunca llegué a saber cuál era su verdadero nombre. Gozaba de un gran prestigio y sus seminarios formativos despertaban gran expectación. Siendo un joven estudiante, tuve la oportunidad de asistir a algunos de ellos, en las instalaciones del Seminario diocesano, gracias a las invitaciones cursadas por alguien que llegaría a ocupar importantes responsabilidades sindicales. Extremera dominaba múltiples disciplinas -al menos eso nos parecía entonces- y emanaba una seguridad imponente. Era capaz de dar una respuesta contundente a cualquier cuestión que se le planteara, por muy compleja que fuera. La clave, según manifestaba, radicaba en la superioridad del materialismo histórico como enfoque científico, dotado de infalibilidad. Tenía claro que no merecía la pena angustiarse por encontrar una explicación al origen del Universo, porque, ciertamente, no tenía comienzo ni fin. Durante un tiempo aquella respuesta fue apacible y tranquilizadora. Cuando menos, lo fue por un instante.