Quien haya leído algún texto
de Sloterdijk habrá podido percibir que se trata de un filósofo con gran
temperamento, declarado enemigo de la banalidad. Poco dúctil a contemplaciones
y a convenciones formalistas, tiende a poner el dedo en la llaga de heridas difíciles
de curar. La tendencia predominante a ilustrar el pensamiento y la obra de los
autores mediante extensos estudios introductorios no escapa a su mirada crítica.
A este respecto, recuerda la pretensión de uno de sus proyectos editoriales de “burlar
el predominio de la bibliografía crítica secundaria que desde hace tanto tiempo
se ocupa de que el texto de los pensamientos originales desaparezca por doquier
tras los velos impenetrables de comentarios y comentarios de comentarios”. Y
declara su convicción de que “en filosofía no puede haber ninguna introducción,
sino que más bien la misma disciplina filosófica tiene que presentarse ella
misma desde el inicio, primero como un modo de pensar, para continuar acto seguido
como un modo de vivir”.
En sintonía con ese punto de
vista, los prefacios de Sloterdijk a obras de filósofos son bastante escuetos, “viñetas
de pensadores”, elegidos según la máxima fichteiana, por él mismo reconocida,
de que “la filosofía que uno elige depende del tipo de persona que se es”.