Cuando uno se detiene ante las joyas
pictóricas que se exhiben en la exposición “Fieramente humanos. Retratos de
santidad barroca en el arte español del siglo XVII”, ofrecida actualmente en el
Museo Carmen Thyssen de Málaga, es difícil que no quede extasiado ante
semejante desbordamiento de belleza y grandiosidad artísticas. Sólo si logramos
reponernos de ese impacto visual, tendremos también la oportunidad de
reflexionar acerca de la influencia social de la religión a través del arte.
Ciertamente, el catálogo de creaciones supremas es inabarcable.
Siendo esto innegable, no lo es menos la
incidencia que la religión ha ejercido, de manera directa, en los planos
económico, social y político. A pesar de ello, durante bastante tiempo hubo considerable
reticencia o escepticismo por parte de los investigadores económicos respecto a
la pertinencia de la incorporación de las cuestiones religiosas a su campo de
estudio, tal vez muy conscientes de la advertencia divina implícita en “Mi
reino no es de este mundo”. La obra de Rachel M. McCleary y Robert J. Barro “The
wealth of the nations” (2019) viene a representar uno de los principales
exponentes de la Economía de la religión, que no está interesada en los
contenidos doctrinales, sino en responder a preguntas tales como la conexión
entre la religión y el crecimiento económico, la competencia entre las
distintas corrientes religiosas, o los costes y beneficios personales ligados a
la adhesión a unas creencias y prácticas, y cómo éstas afectan al
comportamiento individual.
En este contexto, la conocida tesis de Max
Weber sobre el papel del protestantismo en la formación del capitalismo es
referencia obligada. Según esta interpretación, las creencias religiosas pueden
fomentar rasgos, como la ética del trabajo, la honestidad y el ahorro, que
contribuyen al crecimiento económico. Una vez que el capitalismo moderno llegó
a ser predominante en algunos países, prosigue la explicación weberiana, quedó
emancipado de sus antiguos apoyos.
Los datos empíricos confirman en buena
medida la hipótesis de la secularización, que propugna que el desarrollo
económico reduce la participación individual en actividades religiosas formales
y también las creencias religiosas. No obstante, McCleary y Barro señalan que
la disminución de la religiosidad no implica necesariamente un rechazo de la
religión. Y concluyen que las creencias religiosas -notablemente, en relación
con el cielo y el infierno- continúan siendo, más que las prácticas,
importantes factores del crecimiento económico. Se apunta igualmente la hipótesis
de que la capacidad de lectura individual de los textos sagrados puede llevar a
una mayor alfabetización y, por esta vía, a promover el avance económico. Desde
un punto de vista histórico, los condicionantes religiosos sobre la forma legal
societaria, las herencias, los mercados del crédito y el seguro, y el
cumplimiento de los contratos han tenido, en países de tradición islámica, gran
importancia en el curso de los acontecimientos económicos.
En el libro se pone de relieve la
complejidad de los determinantes de la religiosidad. Se aprecia una relación
negativa entre el nivel de desarrollo económico, medido por el PIB per cápita,
y los indicadores de religiosidad. Sin embargo, no se encuentra evidencia de
que un mayor número de años de educación reduzca la adscripción religiosa.
La competencia entre las diferentes
confesiones por atraer fieles es analizada en el marco de un mercado de la
religión. Hay una oferta de religión, sustentada en determinadas creencias
sobre la salvación, la condenación, el más allá, y seres sobrenaturales. La
exaltación y la elevación de personajes al grado de santidad han sido recursos
utilizados por las autoridades eclesiásticas
para incrementar el número de fieles, y como forma de competir con otras doctrinas
religiosas. Asimismo, hay una demanda de servicios religiosos, en función de
los costes y beneficios ligados a la participación en una comunidad religiosa.
El valor del tiempo se muestra cambiante a lo largo del ciclo de vida de las
personas, lo que da lugar a que dicha participación tenga un perfil, asociado a
la edad, en forma de “U”.
La “búsqueda de la verdad” es el cometido
de la Economía de la religión, una verdad no trascendental, mundana, que pueda
ser contrastada con la realidad y desafiada por datos terrenales objetivos.
Igual que no es condición necesaria ser creyente para disfrutar del arte sacro,
tampoco lo es para adentrarse en esa sugerente área del conocimiento económico.
Igualmente, no es requisito tener que renunciar a creencias religiosas. Ahora
bien, en este terreno es quizás más patente que en ningún otro la dependencia
de la Economía normativa de la Economía positiva. El margen de lo que “debe
ser” es bastante amplio, a diferencia de lo que concierne a lo que “es”.
(Artículo publicado en el diario “Sur”)