Aún no hacía
demasiado tiempo que, en las tardes de verano, jugaba con sus primos, que residían
en Francia, por los jardines del parque. Luego, indefectiblemente, echaban una
carrera hasta la estatua de Rubén Darío. Después, regresaban al punto de encuentro,
al quiosco de Sebastián, cerca del recinto dedicado a Eduardo Ocón. Noches de
verano en el parque. Momentos de felicidad y dicha insuperables.
Ahora, en una
mañana de otoño, caminaba por el parque, por el paseo del norte, cerca de la
central de correos y telégrafos, recordando aquellas tardes y noches de estío. Apenas
se había dado cuenta de lo que había ocurrido. Cómo, se preguntaba, no estaba a
esa hora en el instituto. Qué raro es todo, pensó. Hace ya casi un mes que
había empezado el curso, y no recordaba haber vuelto a ir por las mañanas.
De pronto, notó
el peso de la maleta que transportaba, y la abrió expectante. Decepcionado, vio
que no contenía ningún libro, sino abultados sobres que iban dirigidos a una
empresa domiciliada en la plaza de José Antonio. Soltó la maleta y echó a correr
alocadamente hacia la Catedral. No pudo llegar a su destino. Dos policías le
habían dado el alto. Descompuesto, no pudo aportarles el carné de identidad, ya
que aún no lo había obtenido. Su sorpresa fue mayúscula. No lo iban a detener
por no estar en el instituto, sino por llevar un atípico uniforme de apariencia
militar, sin poder desvelar su origen.
Mientras lo conducían
esposado a comisaría, trató de buscar alguna explicación, pero se sintió incapaz.
“Mais c’est long le chemin”, fue la frase que creyó adivinar, de la letra de
una canción que un soldado que hacía el servicio militar en León había dedicado
a su novia. Alguien tenía puesta la radio en un edificio de la calle Císter. Por
un instante se olvidó de dónde estaba, y se deleitó con una melodía que le
pareció conmovedora. Años más tarde, por fin, le encontraría explicación a
aquel episodio, y al significado de aquella frase que le ayudó a proseguir su
camino, que no estuvo sembrado de rosas.
Cincuenta años
después, sentado en un banco del jardín de la residencia donde vive desde su jubilación,
se pregunta cómo habría sido su vida si aquella lejana mañana de otoño se hubiese
dado a la fuga.
(*: Reproducción
literal del texto escrito por Crispín Sepúlveda, nombre elegido para la ocasión
por un antiguo alumno del Instituto de Martiricos, con quien he mantenido el
contacto a lo largo de los años, y que fue remitido con la petición de su
publicación en este blog).