Apenas me acordaba, pero en
una época ya muy lejana, allá por mediados de los años setenta, surgió en
Málaga un pequeño colectivo informal al que alguien bautizó como “GPS”, nombre
inspirado en una barriada para la que el Monte Coronado es una emotiva
referencia visual. Era algo más que un simple grupo juvenil; era tal vez una
cuestión de coincidencia generacional o incluso genética, de identificación con
el encumbramiento del arte y la cultura. La pertenencia a aquel grupo marcó en
buena medida la trayectoria de sus integrantes y de otras personas allegadas.
Con el paso del tiempo, el colectivo se fue desdibujando en cuanto a su
actividad de carácter presencial, no así respecto a su rango formal, que nunca
tuvo, pero su espíritu y los lazos afectivos siempre se mantuvieron vivos.
Eran sus artífices dos
artistas irreductibles, dos apasionados ensayistas contagiados por un impulso
irrefrenable para la creación y la innovación, que se resistían fieramente a
claudicar ante los moldes y los corsés de la corrección estilística. Uno en el
mundo de la música, otro en el de la literatura; ambos en la mixtura creativa.
Ninguno tuvo nunca un camino fácil, ni para haber llegado hasta allí, ni a
partir de entonces, pero ninguno abandonó su empeño ni se dejó amedrentar por
las inclemencias del tiempo.
Medio siglo ha pasado desde
aquellas fechas en las que todavía era un ilusionado e ingenuo teenager.
A lo largo de ese período se ha mantenido imperturbable su pasión desmedida,
los obstáculos no han sido pequeños, pero ahí está el fruto de su quehacer.
Puede que no hayan conquistado las cimas del mercado, que sus obras no encabecen
las listas de best sellers ni copen los programas de las mejores salas
de conciertos, mas la originalidad de sus creaciones los lleva a descollar en
las cotas de autenticidad, en la experimentación de nuevos estilos y técnicas,
y en la apertura de nuevos horizontes musicales y literarios. Arte ardiente
desde las entrañas, sin túnicas sagradas ni redes de seguridad. El arte y la
creación como valores absolutos.
Dentro de aquel pequeño grupo,
mi única cualidad reconocida era la de admirador del arte y la cultura. Claro
que hubiese preferido situarme en el lado creativo, pero, al fin y al cabo,
tampoco me puedo quejar. Es aquel un don no desdeñable, que tiende a
acrecentarse con los años. Ahora, este año escrito y descrito con renglones
torcidos me encuentro con dos inesperados regalos, con dos dedicatorias tan
inmerecidas como sumamente apreciadas, en una y otra esfera, musical y
literaria, de los dos “artistas con denominación de origen GPS”: la obra
musical “Málaga la bella”, compuesta por Rafael Díaz, y la obra literaria “Azul
griego”, escrita por Juan Ceyles.
Abrumado por tan grande honor,
recuerdo la imagen de la caída del sol tras la cima del Monte Coronado. Eran
tardes de primavera, cuando volvía del colegio. Entonces me preguntaba qué me
depararía el futuro, pero hoy no encuentro el rastro de los sueños infantiles.