El conjunto de ingresos
públicos constituye un complejo entramado integrado por una plétora de figuras
sumamente heterogéneas en cuanto a su denominación. El panorama se simplifica
notoriamente a tenor del predominio de algunas categorías en términos de
aportación de recursos. Una visión global nos muestra un sistema dominado por
unas pocas rúbricas de impuestos, pero esa aparente simplicidad esconde una
amalgama de las más variadas exacciones. Nos encontramos con un paisaje
laberíntico que, en algunas zonas, sorprende con areas movedizas. Basta acudir
a alguno de los esquemas clasificatorios nacionales o internacionales para
tomar conciencia de la situación, y no digamos si pretendemos delimitar
claramente, en el caso español, los ámbitos de las prestaciones patrimoniales
de carácter público, los tributos y los ingresos públicos no tributarios[1].
Sin embargo, no puede decirse
que la diversidad terminológica en el terreno fiscal naciera ayer. Ya en El
Quijote encontramos rastros de que los recursos públicos respondían a
diferentes nombres[2].
A mayor abundamiento, como recoge Gonzalo Higuera en un señalado y docto artículo,
algunos integrantes de la Escuela de Salamanca “en sus tratados nos ofrecen más
de una treintena de nombres singulares de tributos… número que podemos
redondear con otras añadiduras que no recogieron, o que fueron posteriores”[3].
En una nota a pie de página de
dicho artículo se recogen las siguientes denominaciones examinadas por los
tratadistas escolásticos: “gabella, census, tributum, vectigal, pedagium,
guidagium, alcabala, pensio, tallia, collecta, praestantia (praestatio),
angaria, parangaria, munus, telonium, imposito, portorium (portazgo),
indictiones, superindictiones, canon, oblatio, servitium ordinarium et
extraordinarium, assissium (sisa), moneda forera, martiniega, marzazgo,
derramas, pedidos, emprestidos, pecho, aduana, exactio, salinarium, stipendium,
decima…”.
A tenor de semejante despliegue,
no puede decirse que el oficio de recaudador fuera sencillo, ni quedara exento
de riesgos, como el propio autor de El Quijote pudo comprobar en su azarosa
y amarga experiencia. No obstante, los eventuales inconvenientes y los riesgos
asociados no llegaron a frenar las aspiraciones de Teresa Panza, quien, en una
de sus cartas mientras su marido ejercía de gobernador, le confiesa que “no
pienso parar hasta verte arrendador o alcabalero, que son oficios que aunque
lleva el diablo a quien mal los usa, en fin en fin, siempre tienen y manejan
dinero” (El Quijote, Parte II, cap. LII).
[1] Vid.,
por ejemplo: Tiempo
Vivo : Ingresos públicos y prestaciones patrimoniales: un mapa con perfiles
difusos (neotiempovivo.blogspot.com).
[2] Vid.: “El
Quijote y los tributos: la fiscalidad en la época de Cervantes”, eXtoikos,
número especial, 2016.
[3] Vid. G.
Higuera, “Impuestos y moral en los siglos XVI y XVII”, Miscelánea Comillas,
núm. 40, 1963.