7 de octubre de 2023

El laberinto de la taxonomía fiscal en perspectiva histórica

 

El conjunto de ingresos públicos constituye un complejo entramado integrado por una plétora de figuras sumamente heterogéneas en cuanto a su denominación. El panorama se simplifica notoriamente a tenor del predominio de algunas categorías en términos de aportación de recursos. Una visión global nos muestra un sistema dominado por unas pocas rúbricas de impuestos, pero esa aparente simplicidad esconde una amalgama de las más variadas exacciones. Nos encontramos con un paisaje laberíntico que, en algunas zonas, sorprende con areas movedizas. Basta acudir a alguno de los esquemas clasificatorios nacionales o internacionales para tomar conciencia de la situación, y no digamos si pretendemos delimitar claramente, en el caso español, los ámbitos de las prestaciones patrimoniales de carácter público, los tributos y los ingresos públicos no tributarios[1].

Sin embargo, no puede decirse que la diversidad terminológica en el terreno fiscal naciera ayer. Ya en El Quijote encontramos rastros de que los recursos públicos respondían a diferentes nombres[2]. A mayor abundamiento, como recoge Gonzalo Higuera en un señalado y docto artículo, algunos integrantes de la Escuela de Salamanca “en sus tratados nos ofrecen más de una treintena de nombres singulares de tributos… número que podemos redondear con otras añadiduras que no recogieron, o que fueron posteriores”[3].

En una nota a pie de página de dicho artículo se recogen las siguientes denominaciones examinadas por los tratadistas escolásticos: “gabella, census, tributum, vectigal, pedagium, guidagium, alcabala, pensio, tallia, collecta, praestantia (praestatio), angaria, parangaria, munus, telonium, imposito, portorium (portazgo), indictiones, superindictiones, canon, oblatio, servitium ordinarium et extraordinarium, assissium (sisa), moneda forera, martiniega, marzazgo, derramas, pedidos, emprestidos, pecho, aduana, exactio, salinarium, stipendium, decima…”.

A tenor de semejante despliegue, no puede decirse que el oficio de recaudador fuera sencillo, ni quedara exento de riesgos, como el propio autor de El Quijote pudo comprobar en su azarosa y amarga experiencia. No obstante, los eventuales inconvenientes y los riesgos asociados no llegaron a frenar las aspiraciones de Teresa Panza, quien, en una de sus cartas mientras su marido ejercía de gobernador, le confiesa que “no pienso parar hasta verte arrendador o alcabalero, que son oficios que aunque lleva el diablo a quien mal los usa, en fin en fin, siempre tienen y manejan dinero” (El Quijote, Parte II, cap. LII).



[2] Vid.: “El Quijote y los tributos: la fiscalidad en la época de Cervantes”, eXtoikos, número especial, 2016.

[3] Vid. G. Higuera, “Impuestos y moral en los siglos XVI y XVII”, Miscelánea Comillas, núm. 40, 1963.

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