Un nuevo curso
está a punto de comenzar. Han pasado ya muchos años, tal vez demasiados, desde
la primera vez. Tantos que uno podría esperar que el hastío emergiera algún
día. Hasta ahora no ha sido así, al menos en el plano del conocimiento, ante el
reto de ser capaz de transmitir los contenidos de una asignatura, bajo la
premisa de respetar unos estándares adecuados, e inducir entre los
destinatarios un interés por su estudio y aprendizaje. Se trata de un reto nunca
superado completamente y que se renueva a sí mismo, año tras año.
Las propias
mutaciones en la materia objeto de estudio, la aparición de aportaciones novedosas
a incorporar, la constatación de experiencias reales, o el surgimiento de
dudas, preguntas o controversias, la irrupción de enfoques metodológicos o
didácticos alternativos, entre otros factores, no vienen sino a añadir
alicientes. Poder preservar ese espíritu, y percibir esa sensación única, la
del explorador que por primera vez llega a una tierra ignota o que regresa a
parajes conocidos en viajes anteriores, es una de las mayores dichas de la
profesión docente.
Para un profesor
de Hacienda Pública, abordar la clasificación de los ingresos públicos es una
tarea que, pese a que habitualmente se resuelve de manera taxativa o
telegráfica, suscita siempre un buen número de cuestiones y dudas
interpretativas. No es en absoluto algo sencillo trazar un cuadro completo y
sistemático, y de demarcaciones inequívocas.
Tratar de
esbozarlo puede ser una misión instructiva con vistas al inicio del estudio de
la teoría de la imposición. La implicación en ella de los estudiantes puede ser
de gran ayuda. Una simple pregunta o la expresión de una duda pueden ser a
veces una valiosa aportación.
Con el único
propósito de empezar a perfilar ese cuadro clasificatorio, el esquema adjunto
-todavía abierto e incompleto- señala algunas posibles líneas de demarcación e
incorpora algunos ejemplos ilustrativos.