No puede decirse que el fraude fiscal
sea un fenómeno novedoso, ni siquiera que surgiera con la formación de los
modernos Estados fiscales. En los textos bíblicos encontramos indicios que así
lo avalan. De forma bastante ilustrativa, en el Libro de Malaquías encontramos
el relato de cómo el Señor recrimina al pueblo elegido que lo estuviera
defraudando en los diezmos y en los tributos. Quien actúa como sujeto activo especialmente
cualificado conmina a los sujetos pasivos a poner fin a sus censurables prácticas.
Al igual que algunos de los
planes antifraude puestos en marcha en diversos países recurren -sin renunciar,
por supuesto, a las pertinentes sanciones- al gancho de los estímulos, el plan
divino ofrecía una gama de irresistibles parabienes: “Traed todos los diezmos
al templo… y veréis cómo abro las compuertas del cielo y derramo bendición sin
medida. Ahuyentaré de vosotros el insecto devorador y no se os echarán a perder
los frutos de la tierra, ni se estropeará la viña”.
Los sujetos activos terrenales no
cuentan, sin embargo, con semejante munición para tratar de frenar el fraude
fiscal en sus diversas manifestaciones. A la vista de la persistencia de éstas,
se antoja bastante difícil su erradicación sin la posibilidad de disponer de artillería
de corte celestial, o, en su defecto, el acaecimiento de algún milagro transformador.