Firmado por cualquier otro
autor, un título como el de arriba podría atribuirse a algún comentarista con
cierta tendencia a la exageración. Cuando comprobamos que quien lo suscribe es
un historiador como Niall Ferguson, uno no puede sino acoger el artículo con
una cierta inquietud, que se acrecienta a medida que se avanza en su lectura[1].
Las crecientes temperaturas globales amenazan con acabar con la versión del
verano de sol y playa, es la tesis que sostiene: “Incluso quienes prefieren no pensar
demasiado profundamente en el cambio climático perciben cuando sus vacaciones familiares
de verano se transforman en un calvario equivalente a algo así como asarse
lentamente”.
Continúa señalando que quienes
disponen del stock de capital -hoteles, viviendas, embarcaciones- (también,
habría que añadir, los bañistas no capitalistas y cualquier residente no
veraniego) se aferran a la esperanza de que este verano sea una anomalía, y que
el año próximo se retornará a una situación de normalidad. Sin embargo,
mantienen la misma esperanza desde hace ya algunos años. Una terrible pregunta
se suscita: “¿Qué ocurrirá si esta es la nueva normalidad?”.
Para calibrar mejor el
panorama, el historiador británico se centra en el caso de España y,
específicamente, en la Costa del Sol, donde tradicionalmente ha tenido mucha importancia
el turismo británico: “Hasta ahora, ha habido tres olas de calor este verano,
llevando la temperatura por encima de los 40 grados, y las vacaciones
tradicionales en la Costa del Sol se han convertido en una abrumadora miseria”.
Ante un (¿imparable?) proceso
de desertización de nuestro país, “si España fuera una compañía, los
consultores dirían: ‘su modelo de negocio ya no funciona…”.
Si esto es así, ¿habría que
seguir manteniendo una (¿vana?) esperanza, o ir preparándose ya para una reconversión
en todos los órdenes?
Hace luego Ferguson algunas
matizaciones, pero… (¿tbc?).