Este año, las strelitzias tuvieron
una aparición especialmente efímera. Quizás la primavera temprana y el calor
sofocante fueron demasiado exigentes para su delicado esplendor. Había perdido
las esperanzas de volver a ver su imagen inconfundible, cuando, en uno de las semanas
más calurosas del interminable estío, encontré un ejemplar de esa flor en uno
de los jardines cercanos. Allí había emergido solitaria, desafiando el castigo solar,
como un regalo inesperado a los sentidos, como un símbolo de esperanza, como
una muestra de que la belleza puede florecer en la adversidad.
Pronto, sin embargo, se marchitó,
sin duda apenada por la devastación de los paraísos forestales de la bella isla
en la que por primera vez vi la flor. El infierno se ha adueñado de Tenerife, isla
en la que uno tenía la oportunidad de disfrutar de maravillosos paisajes.
Puede que, en última instancia,
el cambio climático de origen antropogénico tenga la culpa de todo, pero no
deja de ser lamentable que los efectos de ese temible cambio se vean ayudados por
actuaciones humanas premeditadas. Es ciertamente difícil evitar totalmente
siniestros medioambientales, pero surge la duda de si, teniendo en cuenta la
relevancia de unos bienes tan preciados, existe un sistema suficientemente eficaz de prevención
multijurisdiccional dotado de unos medios y recursos acordes con las características
del bien a proteger.