Recuerdo cómo el siempre añorado
profesor Agustín Clavijo, en sus magistrales clases de Historia del Arte en el
Instituto de Martiricos, nos contaba cómo el gran especialista Camón Aznar
acudía cada sábado al Museo del Prado para extasiarse contemplando hasta el más
ínfimo detalle de “Las Meninas”. Puede ser que el tiempo de dedicación a la
contemplación de una obra de arte guarde relación con el grado de pericia
interpretativa, y, por supuesto, con la complejidad de aquélla, pero cualquier
objeto artístico merece y requiere de una dedicación de tiempo mínima, no ya
para su análisis profundo, sino para su apreciación y contextualización
básicas. Seguramente cabría establecer algún estándar como referencia.
Hoy día, es universalmente
conocido el famoso síndrome que aquejó a Henri Beyle, más identificable como
Stendhal, a raíz de su visita a Florencia. La abundancia de obras de arte es
capaz de desatar en un espectador sensible un cuadro de trastornos
psicosomáticos. Ciertamente, la visita a la Basílica de la Santa Cruz en esa
ciudad italiana ofrece una buena oportunidad para el contraste empírico.
Ante una elevada concentración de
obras de arte, el espectador no tiene más remedio que, dentro de la más implacable
ley económica, llevar a cabo una
ineludible asignación de recursos sumamente escasos. Ese desequilibrio se acentúa
y se multiplica cuando nos encontramos delante de un elenco de creaciones
artísticas de gran calidad y significación. El aspirante a observador se ve completamente
desarbolado, totalmente impotente, incapaz de gestionar la situación.
Cuán difícil resulta entonces realizar
una asignación eficiente de recursos, máxime si no se dispone de los conocimientos
necesarios para proceder a una buena selección. La impotencia y la angustia se
apoderan del espectador, y, aunque no sepa cuál es el nombre apropiado, se ve
afectado por un síndrome perturbador. No es el único. La admiración, unida a la
estupefacción, se expande cuando uno se pregunta cómo es posible que, en tiempos
pretéritos, de medios limitados y de técnicas preindustriales, se alcanzaran
semejantes cotas de dificultad, minuciosidad, armonía y belleza. A veces da la impresión
de que sus artífices estaban dotados de poderes sobrenaturales para
materializar los cánones de la perfección.