La primera vez
que vi la película fue en Madrid, a comienzos de los años setenta. Por múltiples
razones, desde entonces se convirtió en una cinta icónica, en una referencia simbólica
permanente desde aquella etapa de la adolescencia lejana. Y, desde entonces,
soñaba con visitar algún día aquellos impresionantes parajes de la costa
irlandesa.
Para mi sorpresa,
me enteré, años después, de que al menos parte de la película había sido rodada
en tierras portuguesas, donde incluso se habría construido el poblado de
pescadores donde se ubicaba el significado establecimiento del “padre de la
hija de Ryan”, más simplificadamente conocido como Ryan.
Ante esa
información incompleta pero sugerente, por un momento creí que podía estar en
la mítica playa cuando, hace años, ya en 2009, un experto conocedor de las
rutas inexpugnables de El Algarve, me condujo a un lugar recóndito, donde, como
por arte de magia, vi reproducidas las imborrables escenas con las que arranca
la historia. Fue una experiencia fascinante.
Haber tenido
luego la confirmación de que tales escenas fueron rodadas en la costa irlandesa
no mermó un ápice el gozo de aquella experiencia ensoñada, como tampoco, aún menos,
resta el más mínimo encanto a aquella espléndida playa lusa.
Hace sólo unos días,
en una singular intervención pública hacía referencia a la inminente conmemoración
del Bloomsday. Curiosamente, desde la patria de Joyce, ese señalado día
alguien me remite una fotografía de la playa originaria, la playa de Inch. Se
cierra el círculo, cincuenta años después. En la distancia y en la imaginación,
el disfrute es enorme. Lo seguirá siendo. A thing of beauty is a joy forever.
Keats dixit.