Aunque la ubicuidad sea un don reservado a las facultades divinas, si
hay algo en el mundo terrenal que pueda intentar aspirar a adquirirlo son, sin
duda, los impuestos. Una mente tan clarividente como la de Alexis de
Tocqueville, cuya perspicacia sigue causando asombro hoy día, fue capaz de
visualizarlo, y de postular escuetamente un principio de amplio alcance: “Como
quiera que casi no hay asunto público que no tenga su origen en un impuesto o que
no venga a parar en él”, recogía con rotundidad en su obra “El Antiguo Régimen
y la Revolución”, publicada en el año 1856[1].
Aún recuerdo la emoción cuando, hace más de cuarenta años, al empezar
la inacabable senda del estudio de la imposición, leía en un manual estadounidense
cómo la fiscalidad, en la figura del censo, había condicionado el nacimiento de
Jesús en Belén: “Sucedió en aquellos días que salió un decreto del emperador
Augusto, ordenando que se empadronase todo el Imperio… Y todos iban a empadronarse,
cada cual a su ciudad…”, según se narra en el Evangelio de Lucas.
Seguramente habrá bastantes excepciones, que no vendrán a confirmar,
sino a refutar, la regla de Tocqueville, pero, desde de luego, sí que es
posible acumular un amplio inventario de sucesos confirmatorios.