Un nuevo
cuatrimestre está a punto de comenzar. Desde hace años, vengo recibiendo opiniones
un tanto disuasorias de la labor docente. Después de años de impartición de
asignaturas del mismo ámbito del conocimiento, todo es coser y cantar. Basta
con repetir los apuntes ya trabajados. No merece la pena hacer ningún esfuerzo
extra. Nada de actualizaciones ni ampliaciones. En modo alguno compensa hacer algo
que pueda complicar el estudio a los alumnos. Al fin y al cabo, únicamente
están interesados en superar la asignatura, añadir créditos al cómputo exigido
y obtener el título. Ya ves, como puedes comprobar por ti mismo, la mayoría ni
siquiera asiste a clase. En fin, la lista de argumentos no deja de ampliarse y cuesta
cada vez más trabajo rebatirlos. Hay que reconocer que el panorama no es
demasiado alentador. A quién se le ocurre seguir dando clase después de haber
cumplido los 60 años, cuando tiene la oportunidad de acceder a la situación de
jubilación y, además, de garantizarse, al menos teóricamente, el montante de la
prestación vitalicia. Ha de ser tenida la docente como una profesión muy dura y
exigente para disponer -por parte de alguien que esté en condiciones normales-
de esa ventana de oportunidad. Debe de serlo realmente, ya que las cargas
docentes pueden llegar a ser cargas muy pesadas, y quizás ello explica que
algunos acreditados especialistas tiendan a eludirla de forma habilidosa.
El mundo
académico dista enormemente de ser ese reino utópico forjado en las mentes
juveniles. Pese a todo, tal vez inexplicablemente, la expectativa del inicio de
un nuevo curso aporta una energía renovada, despierta ilusiones dormidas y
anima el espíritu alicaído. Contra viento y marea, surgen alicientes inesperados,
retos emboscados, y, a lo lejos, se dibuja el deseo latente de encontrar a
alguien a quien ayudar en el arduo camino del aprendizaje.
Si la simple
palabra “Leviatán” es capaz de despertar una atracción incontenible en busca de
claves fiscales y presupuestarias, qué decir cuando uno se encuentra con un
prodigioso anuario estadístico y analítico llamado “Government at a glance”,
incorporado desde algunos años por la OCDE a su sensacional arsenal de recursos
para el análisis y el estudio de la economía. El problema es de elección, por
dónde empezar para examinar tanta riqueza informativa concentrada en un solo documento.
Por antiguas apetencias
investigadoras, el examen de la evolución del empleo público, como uno de los
indicadores fundamentales de la intervención económica del sector público, puede
ser una buena opción. La combinación con el indicador más habitual, la ratio
del gasto público respecto al PIB, nos puede proporcionar una imagen bastante representativa
del alcance de la intervención del Estado y servir para cotejar la posición
relativa de los diferentes países.
Como se observa
en el gráfico adjunto, la relación entre estos dos indicadores es, como cabía
esperar, positiva. Ahora bien, la correlación dista de ser perfecta. Así, nos
encontramos con países que, pese a tener niveles similares de gasto público,
exhiben diferentes modelos de gasto, lo que lleva a acusadas diferencias en la
importancia relativa del empleo público. ¿De qué depende la ubicación de cada
país en ese espacio bidimensional? ¿Existe alguna posición óptima? ¿Puede hablarse
de alguna tendencia a la convergencia?
Esos y otros muchos interrogantes están ahí, a la espera de nueva savia que desee incorporarse, con afán de estudio, a ese apasionante mundo de las finanzas públicas.