Parece que fue
ayer cuando saludábamos, esperanzados, la llegada de un nuevo año, pero han
pasado 365 días, uno tras otro.
Nuestra
percepción del tiempo va alterándose a lo largo de nuestra vida. Es cierto. Su
duración se va estirando o contrayendo caprichosamente en función de
circunstancias y vivencias concretas. Un año es nada, parece que pasa raudo y
veloz, en un relevo constante de estaciones, pero cada día es una cuesta, una
pendiente cada vez más empinada, una batalla de resultado incierto. Con unas
fuerzas desgastadas y un ánimo quebradizo, no sabemos si podremos llegar
arriba, ni qué obstáculos nos aguardarán después. Casi por inercia, seguimos la
ruta sin saber dónde queda el norte, si es que existe, mientras se ensancha el
vacío que han dejado aquellos que ya no pueden acompañarnos. Pérdida tras
pérdida, impacto tras impacto, crece dolorosamente la ausencia.
Pese a todo, en
algún lugar recóndito en nuestro interior, parece que sigue viva una tenue
llama que nos mueve a seguir caminando. Vemos luces que se apagan, aunque da la
sensación de que, a lo lejos, otras se insinúan. Tal vez sea sólo una ilusión,
pero es suficiente para continuar la marcha. Adiós, 2021; bienvenido, 2022.
El calendario
está repleto de eventos, citas, compromisos, actividades, planes, propósitos y
aspiraciones. Pero proyectar en el horizonte de un año es ahora un ejercicio de
largo plazo, de bastante largo plazo, a la vista de cuanto, y cómo, ha
acontecido en los últimos tiempos. Es preferible, si acaso, recuperar alguna
vieja agenda con sus páginas en blanco, sin atrevernos a marcar de antemano
ningún contenido. Con suerte, tal vez podamos escribir cada aventura cotidiana.