Hoy día, nadie
duda de la gran importancia de leer detenidamente los contratos en su
integridad, prestando atención a todos los detalles y a la temida “letra
pequeña”. En los casos de los contratos referentes a un préstamo hipotecario, a
una tarjeta de crédito, a una póliza de seguro, o a la compra de una vivienda,
la tarea puede ser abrumadora. Un buen conocimiento, una notable disponibilidad
de tiempo y una alta dosis de paciencia suelen ser requisitos para estampar
nuestra firma en los documentos de manera consciente y confiada. Es poco
frecuente, sin embargo, que se den simultáneamente los tres requisitos
mencionados, por lo que, en numerosas ocasiones, no hay garantías de que se haga
con pleno conocimiento de las cláusulas refrendadas.
La regulación pública
de protección de los consumidores y usuarios, unida a una eficaz labor de los
organismos supervisores, y a la actuación de instancias de reclamación, han
dado lugar a un marco de considerable transparencia y toma de conciencia por
las partes de las obligaciones contraídas.
Los contratos no
son un elemento obsoleto, típico de la sociedad con transacciones basadas en
documentos físicos. Vemos que, con distintas denominaciones y presentaciones,
proliferan también en el mundo de Internet, ya sea para acceder a los servicios
de las BigTech, o los de teléfonos inteligentes, aplicaciones,
plataformas, programas de ordenador, páginas informativas… Además, en estos
entornos, todo transcurre a otro ritmo, a otra velocidad. El usuario completa,
ansioso, todos los pasos para acceder a los servicios que busca.
Todo va sobre
ruedas y está a punto de llegar a la meta. Es justo el momento en el que
aparece la ineludible advertencia, que se erige como una barrera infranqueable.
A menos que se preste conformidad a todas las condiciones establecidas.
Entonces es cuando tomamos conciencia de que la “farragosidad” no era algo
exclusivo de la sociedad previrtual. El usuario se sitúa ante una complicada tesitura:
a) renunciar al acceso, hasta empaparse bien del contenido del clausulado; b)
consultar sobre la marcha la opinión de alguien más o menos versado en la
materia; c) firmar sin más, confiando en la buena fe de los proveedores y en la
razonabilidad de lo estipulado en el documento a suscribir.
Personalmente, me
intriga saber qué porcentaje de los usuarios ha dado su conformidad con plena
consciencia del alcance de sus decisiones. ¿Qué consecuencias pueden derivarse
de una situación de desconocimiento de dicho alcance? ¿Pueden guardar alguna
relación con el valor del nuevo gran activo, los datos personales?