En
una entrada de este blog de fecha 20 de febrero de 2021 (“El manifiesto verde
de Bill Gates”), se mostraba nuestra desazón a raíz de la aseveración de Bill
Gates en el sentido de que la alternativa de la plantación de árboles como
forma de absorber parte del carbono era irrisoria a tenor de la magnitud
requerida.
La
sorpresa es ahora mayúscula cuando nos enteramos de que “medidas populares
para combatir el cambio climático tales como la plantación de árboles y el
cambio a la bioenergía pueden dañar la naturaleza y minar los esfuerzos para reducir
el calentamiento global, según un informe suscrito por 50 destacados
científicos”[1].
A mayor abundamiento, “los árboles adecuados deben ser plantados en los sitios
adecuados con objeto de no destruir los ecosistemas locales”, y debe tenerse
presente que el cambio climático “puede reducir drásticamente la mitigación potencial
de los bosques, debido a un aumento en eventos extremos como los incendios, los
insectos y los patógenos”[2].
A
falta de poder indagar en el contenido del informe original, el argumento de
los científicos, según la fuente consultada, se centra en que, si no se
consideran conjuntamente las repercusiones de las medidas adoptadas en las
vertientes del clima y la naturaleza, pueden producirse consecuencias
potencialmente peligrosas. A este respecto, la plantación de especies que se
utilizan como combustible para la bioenergía es perjudicial para los
ecosistemas cuando se hace a gran escala.
Ante
este panorama un tanto deprimente, no he podido evitar recordar el caso de un
pequeño arbusto que los servicios municipales habían plantado justo delante de una apreciada ventana en cuyo alféizar un día anidaron las golondrinas. Entonces aún había
primaveras. En más de una ocasión, el frágil arbolito quedó maltrecho, ya fuera
por efecto de la lluvia, del viento o de alguna interferencia no meteorológica.
En su auxilio siempre acudía mi padre, quien antes de partir no tuvo la
oportunidad de ver cómo su planta protegida pudo superar toda suerte de
adversidades y convertirse en un árbol robusto y frondoso.
Después
de muchos años regresé a ese lugar, y me quedé sorprendido por la gran
transformación operada. Cautivado ante ese milagro de la naturaleza, sentí que
el árbol mostraba de alguna manera su gratitud hacia su paciente y esmerado
cuidador.
Antes
de que el asfalto invadiera aquellas pacíficas calles, los naranjos nos
recordaban el tránsito de las estaciones, y las moreras, el ciclo de la vida.
Sin darnos cuenta, y sin saber qué rumbo nos esperaba, hemos asistido a una
metamorfosis sin tregua, no programada e incierta.
Bastante
tiempo atrás, en la época de la Cruz de Mayo, quise apresurarme a fin de ir
cubriendo uno de los tres grandes deberes para la supuesta completitud vital.
Junto al paredón del río Guadalmedina, cerca de “La Rosaleda”, traté vanamente
de plantar un árbol. No empezaba con buen pie esa triple aspiración, que
tardaría bastante en materializarse. No fue hasta completar la tríada cuando
tomé conciencia de que, si había sido difícil el empeño, iba a ser mucho más ardua la
responsabilidad asumida en los tres frentes.