Deambular
por las calles del centro de nuestra ciudad de toda la vida es un acto
altamente apreciable, especialmente como parte de una ceremonia de
reconciliación con nuestro pasado. Aunque a veces nos duelan las heridas que el
paso del tiempo, sin misericordia, ha ido infligiendo.
Si
antes era ya un acto esporádico y atípico, la pandemia lo ha convertido en una
reliquia casi olvidada. Por eso, cuando, después de un prolongado período, uno
trata de redescubrir viejas rutas se ve a sí mismo como un visitante foráneo.
Con los años, ha habido que asumir que somos extranjeros en nuestra propia
ciudad. Es una sensación extraña que nos deja confundidos, sin saber a ciencia
cierta si lo que ahora percibimos son nuevas realidades o más bien perfiles que
antes habían pasado inadvertidos. Una mezcla de nostalgia y de percepción de la
levedad de lo que una vez creíamos que eran piezas inmutables.
Las
fotografías, ya borrosas, del pasado pugnan con las imágenes que ahora nos
impactan, y nos vemos inclinados a creer que nos hemos transmutado a otros
espacios o que aquellas vivencias fueron una simple ilusión.
Como
cada día, me disponía a salir del garaje para afrontar una nueva jornada. Aún
no había amanecido. Después de la leve lluvia nocturna, las calles estaban
todavía mojadas. La sorpresa fue mayúscula, y a punto estuve de atropellarlo.
Hacía meses que no lo veía. Se limitó a pedirme disculpas por su prolongada
ausencia y me pidió encarecidamente que lo acercara al Puerto, donde, decía,
tenía que hacer algo muy importante, ver el amanecer. O, al menos, es lo que
interpreté. Su dominio del español no parecía haber mejorado mucho desde la
última vez, cuando me lanzó extrañas advertencias.
Mis
reticencias iniciales fueron considerables, pero, a las primeras de cambio, tan
singular pasajero se acomodó en el asiento delantero.
Sin
tener que solicitárselo, empezó a contarme sus últimas aventuras y, por fin, me
enteré de que se llamaba Edmundo. A partir de entonces apenas recuerdo nada,
tan sólo una mezcla de escenas de mis anteriores encuentros con el personaje.
Quise
luego preguntarle algunos detalles que no comprendía, pero no encontré a nadie
a mi lado. Me vi en las inmediaciones de lo que se me antojaba que era la
avenida del Parque, en la que no había ningún otro vehículo. El silencio era
absoluto.
Al
verlo en la distancia fue como un shock.
Por un instante, no sé por qué, pensé que había regresado a Tenerife, y que
continuaba perdido en Punta de Teno, subyugado por el conmovedor paisaje. Un
faro se alzaba en las alturas, como suspendido sobre una base imprecisa. Sin
poder parar, seguí mi rumbo por la ruta desierta. Pronto me encontré con perfiles
arquitectónicos familiares, y quise creer que a la Farola le había salido un
competidor cercano.
La
magia se desvaneció pronto y las formas recuperaron su compostura habitual. Aun
así, la cúspide de la Equitativa se alzaba majestuosa en la quietud de la
madrugada.
El
Sol estaba ya alto cuando me desperté. Estaba sentado junto a mi escritorio. Desorientado,
tenía la sensación de que era un extranjero en mi ciudad, pero, pese a todo,
seguía sintiendo una gran devoción por ella. Sé que hoy tenía que entregar
algún trabajo, pero compruebo que mi cuaderno de notas está en blanco. Junto a
él veo unos apuntes y unos esquemas sobre el teorema de la imposibilidad de
Arrow.
Aterrorizado,
me doy cuenta de que tenía clase en la Facultad. Angustiado, salgo corriendo
para el campus, pero no sé si llegaré a tiempo. Aunque me surge la duda de si
hoy tocaba sesión telemática.