Tenía
las ardillas mitificadas como pequeños y adorables animales, hábilmente
adiestrados para gestionar sus preciadas provisiones de frutos silvestres. Los
dibujos animados o las películas procedentes de la factoría Disney han
contribuido eficazmente a transmitir imágenes estereotipadas de las diferentes
especies de animales, en numerosas ocasiones atribuyéndoles rasgos o cualidades
no siempre ajustados a sus perfiles reales.
La
primera vez que vi ardillas en un entorno urbano fue en una apacible ciudad de
New Jersey que tuve la oportunidad de visitar hace bastante tiempo. Fue una
experiencia inolvidable verlas corretear entre árboles teñidos de
impresionantes colores otoñales.
Años
después comencé a verlas esporádicamente en algunos lugares más cercanos a mi
entorno habitual. Las que tenían su hábitat en Málaga parecían tener una
fisonomía un tanto diferente y mostrar un comportamiento menos amigable, como
sumidas en un estado de inquietud total y desenfrenado al sentirse observadas.
Hoy,
en un parque de mi barrio, he sorprendido a una que trepaba sigilosamente por
el tronco de una palmera en busca de un aparentemente extraño manjar colgante
de la copa del árbol. Una vez en la cima, se empleaba con sumo ahínco en tratar
de desprender el objeto de su deseo. A tenor del esfuerzo desplegado, cabría
añadir la perseverancia a sus rasgos caracterizadores.
Tal vez, como la paloma albertiana, la ardilla se equivocaba o estaba confundida, pues el botín elegido no parecía reunir demasiados atractivos. O quizás se equivocaba el observador. Quién puede saberlo. De lo que no cabe duda es de que la lucha por la vida está plagada de un catálogo inacabable de vericuetos y señuelos. Y las cosas no son siempre fáciles de conseguir, ni siquiera para las habilidosas ardillas. ¿Quién dijo que la lucha por la vida era fácil?