¿Bitcoins? ¿O tal vez “Ubi(t)coins”? Realmente no se sabe dónde
están, pero están en todas partes. La verdad es que llega a ser difícil hacer
un seguimiento de los derroteros de la más famosa criptomoneda. En un mismo día
se acumulan noticias sobre ella en los periódicos y, por diferentes motivos, en
distintas secciones.
Las
implicaciones de una moneda de esta naturaleza son múltiples, y alcanzan
incluso a las interioridades de las economías domésticas, especialmente cuando
las relaciones internas están en horas bajas. Así, de manera bastante
ilustrativa, una lectora del Financial Times, hace unos días, exponía
amargamente su caso: “Desde hace un año más o menos he estado oyendo cómo mi
marido le contaba a sus amigos lo bien que iban las inversiones en bitcoins que
había hecho. Ahora nos estamos divorciando y me doy cuenta de que no tengo ni
idea de cuánto valen sus posiciones ni de cómo descubrirlas”[1].
“Éste
es un dilema cada vez más común de la era digital”, como expone Harriet
Erringtin, asesora jurídica, que explica que “las criptomonedas se mantienen en
carteras digitales que crean ‘direcciones’ para las transacciones, ninguna de
las cuales son registradas a individuos. Si tu cónyuge rehúsa declarar sus
saldos de bitcoins, es muy difícil verificarlos pues ni hay ninguna autoridad
central a través de la cual podamos poner nombre a los activos. La clave es
identificar el punto de entrada o de salida de las criptomonedas… si puede
encontrarse una transacción que incluya una dirección de bitcoin, o la cartera
digital que puede estar vinculada a tu cónyuge, entonces sería posible rastrear
sus transacciones”[2].
La
referida asesora, no obstante, advierte en el sentido de no acceder sin
autorización al ordenador o al teléfono móvil del cónyuge: “hacerlo puede
complicarnos las cosas con los tribunales de familia y potencialmente llevar a
afrontar consecuencias penales[3]”.
Puede
que ese atributo de la opacidad no llegue a eclipsar la estrella del bitcoin
–quizás todo lo contrario-, pero la moneda exhibe otro rasgo que podría ponerlo
en un aprieto. A tenor de los requerimientos de energía en su proceso de
producción -aunque no hay que olvidar que está previsto que tenga una oferta
limitada- ha sido calificada como una “moneda sucia”[4].